Sunday, March 21, 2010

La República
Suplemento Domingo, 21 de marzo 2010
La guerra que unió a Chile

Historiadora graduada en la PUCP y docente en el Departamento de Historia de Sewane, Universidad del Sur (Tennessee, EEUU), Carmen McEvoy se ha especializado en investigar el Perú del siglo XIX. Sus libros sobre Manuel Pardo y sus numerosos ensayos son aportes decisivos al conocimiento de nuestro pasado. Ahora publica Armas de persuasión masiva, una lectura del discurso de la Guerra del Pacífico desde el lado chileno, que será presentado en Lima el martes 23 en el CCPUC.

Por Federico de cárdenas

¿Por qué el título, “Armas de persuasión masiva”?

–Trato de jugar con la frase con la que de alguna manera se inicia la guerra en Irak. Una guerra tiene que ser justificada. A veces lo hacen con una invención como en el caso de estas armas –que nunca aparecieron– y otras lo hacen a través de las palabras.

Pero el elemento persuasivo es fundamental: tienes que convencer al frente interno. Haber estado en EEUU cuando lo de Irak me permitió ver toda esa parafernalia de símbolos que requieren los estados para justificar ante los ciudadanos que tienen que ir a pelear.

–Sostienes que el discurso de la Guerra del Pacífico no ha recibido suficiente atención de parte de los historiadores. ¿Es así?

–La ha recibido, pero no en el sentido historiográfico. La guerra ha sido vista como celebración patriótica, como cosa juzgada. Se sabe que Chile ganó la guerra porque fue más nacionalista que el Perú y tuvo la capacidad de unificar a su población, pero no se ha deconstruido el lenguaje de la guerra. No se ha tratado de entender las lógicas internas que van conformando este lenguaje. En suma, no hemos sometido el nacionalismo chileno a una prueba de análisis discursivo.

–Tu libro demuestra que la guerra no tuvo únicamente un componente militar, que hubo una retórica que fue fundamental y organizó prácticamente ese discurso.

–Una guerra necesita fundamentación ideológica. A los seres humanos nos cuesta ejercer la violencia sin justificarla. Tenemos que validar nuestras acciones violentas. Se ha hablado de las batallas, tenemos muchísimo respeto a Grau y otros héroes, pero no se ha trabajado los efectos de la guerra en el frente interno, en el cual la palabra va a cumplir un rol fundamental, y más aún en el caso de Chile, que pelea una guerra que no ocurre en su territorio. No estar amenazado de invasión le permite jugar mucho más en el tema de los discursos y construir uno muy fuerte.

La tradición retórica

–Hablas de una tradición retórica muy viva en Chile, anterior a la guerra y que ayudó mucho en esta elaboración. ¿Se da algo paralelo en el Perú o aún está por estudiarse?

–Creo que Chile, Perú y varios países de Sudamérica partimos de esta vertiente republicana, donde la oratoria juega un gran rol.

Pero la misma historia del Perú es diversa. Desde que se va Bolívar los caudillos militares están peleando, y si bien tienen una retórica y hablan de una suerte de republicanismo militar, no tienen tiempo para ella, pues todo se va resolviendo a través de las armas. En Chile no, es verdad que en los 50 tiene dos guerras civiles, pero en los 60, que es la época de la eclosión de la retórica, hay una paz social que el Perú no tiene. Eso les permite utilizar un lenguaje simbólico hecho de palabras y de rituales y hacerlo con mayor eficiencia. Lo digo con prudencia, pues es verdad que no existen trabajos similares a mi libro para el Perú. Habría que averiguarlo.

–Esta retórica de la que hablas tenía dos vertientes, la religiosa y la cívica, idelógicamente enfrentadas, pues la iglesia era muy conservadora y los liberales estaban en el poder, sin embargo ambos discursos se las arreglan para confluir.

–Sí, y casi diría que es un caso único, pues determina que ni conservadores ni liberales tengan la hegemonía del discurso, que se va imbricando en la guerra, y así lo más arcaico del pensamiento conservador, que desarrolla el tema de la guerra justa, termina juntándose con la defensa del honor nacional, que es el aporte de los liberales. La guerra crea un espacio que es como un mercado libre de la opinión pública en el cual ambos tienen que salir a defender sus posiciones, y al hacerlo lo hacen frente a una audiencia que al final va a hacer una especie de mezcla de ideologías que, en teoría, no podían convivir una con otra. Entonces ocurre que el gobierno chileno, que tiene sus propagandistas, suma otros free lance, que son aquellos que desde antes de la guerra han luchado por la hegemonía cultural y que ahora, con el conflicto, ven una oportunidad de reposicionar sus planteamientos. Tanto la guerra cívica como la guerra santa, que son las posiciones que analizo, tienen fundamentos arcaicos, y contagian la ideología.

–En el caso de la iglesia está muy claro, las invocaciones al viejo testamento, al Dios de los ejércitos que protege al pueblo elegido.

–Claro. Es la guerra como una ordalía en la que de tu moralidad va a depender tu victoria. Si pierdes, queda entendido que es Dios quien te está condenando por inmoral. Es el discurso de los vencedores. En el otro caso, el de los liberales y la guerra cívica, es otra vez la guerra de la independencia: Chile quiere romper este nuevo imperio formado por Perú y Bolivia, entonces el agresor termina siendo el agredido, y el Perú visto como una suerte de imperio déspota. Es interesante también cómo en ningún momento aparece la palabra salitre, ni las razones económicas, que al final son las verdaderas razones de la guerra.

–Sin embargo, hay un discurso que se podría calificar de geopolítico, porque se dice al pueblo que tiene mayores derechos sobre Antofagasta y Tarapacá, que son tierras trabajadas por chilenos.

–Es la justificación por el trabajo, que es una justificación burguesa. Esos rentistas, que son Bolivia y el Perú, han vivido de su vieja herencia, mientras que Chile, país burgués y eficiente, tiene todo el derecho de usufructuar de ese territorio de quienes nunca lo trabajaron, algo que no es cierto. Pero ese discurso, que pone la indolencia del lado de Bolivia y el Perú, se ve complementado con el de la sangre de los héroes. Ese territorio, dicen, no es solo el del sudor sino el de la sangre de nuestros héroes. Y así es como al momento de la negociación incluyen Tarapacá, que no estaba en disputa.

Ritos de la guerra

–En el momento que ambos discursos coinciden, y es uno de los aspectos fascinantes del libro, comienzan a realizarse esos grandes rituales que son los sepelios de los caídos en la guerra, que actúan también como elemento de cohesión muy grande de la sociedad chilena, que seguramente tenía sus diferencias de clases, pero que desaparecen y solo se habla de unión.

–Sí, una parte del libro está dedicada al tema discursivo y la otra al del ritual, que es el que concreta la palabra. Todas estas ceremonias muy sofisticadas, con antorchas y un apelar a los sentidos, que hablan a las emociones de una sociedad que no está sino parcialmente alfabetizada. La guerra crea la sensación momentánea de que a pesar de las diferencias sociales es posible lograr una cohesión cultural.

–Hubo ideólogos de la guerra, pienso en Benjamín Vicuña Mackenna o Isidoro Errázuriz.

–Exactamente. Es gente que tenía un entrenamiento y que no se sorprende de la guerra, puesto que se preparaban para una guerra entre conservadores y liberales. Tienen un bagaje de palabras, símbolos y rituales que ya se había manifestado en la ceremonia de repatriación de los restos de Bernardo O’Higgins en la década del 60, que fue un primer entendimiento entre liberales y conservadores, y cuyo modelo se reiteró a lo largo de la Guerra del Pacífico. Es un poco el pueblo viviendo la historia: es la nación que se escenifica. Cuando retorna la Covadonga, la gente que la visitaba se llevaba astillas, como si fueran las reliquias de la cruz.

–También se da esta curiosa feminización de Lima, presentada como una especie de odalisca a la que hay que conquistar.

Sí. La erotización y feminización de Lima les permiten reforzar su masculinidad. El discurso nacionalista siempre se da en clave masculina. Recuerdo haber leído en uno de los textos de soldados chilenos que Lima era “una bacante que se retorcía en medio de sus placeres”. Cerré los ojos y vi una escena de Las bacantes de Eurípides. La imagen no era nueva, pues ya viajeros habían hablado de Lima como ciudad frívola y de placeres, pero es interesante cómo la retoman para reforzar su sentido de lo masculino.

–¿Estos ideólogos se trasladan a Lima, una vez tomada la ciudad, y promueven este discurso?

–Absolutamente. El primer momento fue la toma de la Catedral, lo que provocó un enfrentamiento con la jerarquía local. Pero el capellán chileno, Florencio Fontecilla, se sale con la suya y celebra misa por los caídos chilenos en San Juan y Miraflores. Allí Salvador Donoso, uno de los ideólogos de la guerra santa, inicia la ceremonia citando: “Yo te elegí como mi pueblo, tú eres Israel”. Era la Catedral donde se ungía a los virreyes, y al tomarla Chile estaba reformulando simbólicamente la hegemonía cultural del Pacífico. Por el lado de los ideólogos de la guerra cívica, Isidoro Errázuriz funda un periódico en Lima, que bautizó como “La Actualidad”, donde pretenden extender su campaña de adoctrinamiento a los peruanos.

–¿Este discurso arcaico continuó pasada la guerra o hizo crisis?

–Hizo crisis, porque luego del festejo de la victoria en el Campo de Marte de Santiago en 1884, siete años más tarde estalla una guerra civil terrible. Eso demuestra que ese discurso de la unidad era una construcción feble y vulnerable, que no pudo resistir el surgimiento de nuevas hegemonías.


Página12, 21 de marzo 2010
“Sarmiento era un especialista en la picana”

Presidente de la Cámara de Diputados de Santa Fe en 1973, a los 26 años, Rubén Dunda contó a este diario por qué creó la Comisión Bicameral que investigó el secuestro, tortura y asesinato del estudiante Angel Brandazza. El caso había conmovido a Rosario en 1972. Un patrón de conducta que volvería masivamente en 1976 y una figura clave: el coronel Luis Sarmiento.

Por Martín Granovsky
A los 63 años, Rubén Dunda sigue recomponiendo piezas sueltas de su vida y recuerda siempre un nombre, el del coronel Luis Alberto Sarmiento, que en 1972 ya revistaba en la inteligencia militar y luego del golpe de 1976 siguió haciéndolo gracias a su especialidad: era un experto en el interrogatorio con picana eléctrica.

Dunda, sociólogo, juez comunal santafesino en Fighiera, una localidad próxima a Rosario, docente de la materia Liderazgo y Creatividad en la carrera de Relaciones Laborales, fue presidente de la Cámara de Diputados de Santa Fe en 1973, a los 26 años. Una de sus decisiones fue crear y alentar el trabajo de una Comisión Bicameral que ese mismo año decidió investigar el secuestro y asesinato del estudiante universitario Angel Brandazza. (sigue)

Friday, March 19, 2010

Revista Ñ
martes 16 de marzo del 2010

Entrevista a Cilly Kugelmann
Los museos y el porvenir de la memoria

La directora del Museo Judío de Berlín, el primero erigido por un pueblo perpetrador en tributo a sus víctimas, analiza las tensiones presentes en las instituciones consagradas al trauma colectivo. Su recorrido por distintos memoriales, desde Kiev a Varsovia, propicia por adelantado la reflexión sobre el futuro todavía incógnito del museo de la ESMA.

Por: Matilde Sánchez

                                              KUGELMANN. "Los museos nunca son un espacio
                                                           aséptico ni sencillo de armar. Aun en una
                                                          democracia sólida, las instituciones conmemorativas
                                                          son siempre muy ambivalentes", dice la experta.

El anhelo de procesar traumas colectivos –agudizado por la insuficiencia de la Justicia– trajo a América Latina iniciativas oficiales para erigir espacios de duelo y resarcimiento. Como en el Museo del Holocausto de Washington, el Museo del Apartheid de Sudáfrica y el de la Cruz Roja en Ginebra, estos anclajes buscan unificar criterios de verdad histórica y se consideran clave en la pedagogía pública. En estos veinte años, por ser el epicentro dramático del siglo XX, la Berlín unificada ha sido el laboratorio más propicio para observar y ensayar las posibles mutaciones escénicas de una ciudad. Pese a que existen varios museos judíos en Alemania, el de Berlín, construido por el arquitecto Daniel Libeskind, es la institución nacional y recibe más de setecientos mil visitantes por año. Esta fue la conversación con su directora de programa, Cilly Kugelmann, sobre los alcances de ese espacio destinado al tributo y la reflexión sobre el Holocausto.

Difícil encontrar otra ciudad como Berlín, donde cada nuevo monumento estuvo sujeto a una suerte de plebiscito. ¿De qué sirve un museo si está tan sujeto a la polémica?

Todas esas polémicas urbanas están vinculadas de un modo u otro con la Segunda Guerra. En su origen, los espacios de honra a las víctimas, de cualquiera de los grupos, no partieron de una medida oficial. Las iniciativas surgían espontáneamente de las ongs, en algunos casos con ayuda municipal. Eran pequeños enclaves de duelo en toda Alemania; otro ejemplo son las cruces que conmemoran el sitio donde cayeron muertos germanoorientales en sus intentos de cruzar la frontera. El Museo Judío desató algo de polémica en torno a su estatus pero no el museo en sí. En la Alemania posmuro, la mayor controversia la desató el memorial a las víctimas judías del Holocausto, del escultor Peter Eisenman, una obra comisionada por el Estado federal. Esto condujo a disputas en las que participó toda la sociedad. Desde el comienzo quedó claro que otros colectivos sociales y étnicos se sentían excluidos y tan merecedores de un homenaje como los judíos, por ejemplo los gitanos y homosexuales.

¿La escultura de Eisenman le parece interesante?

Me siento distante de esta obra no por razones políticas sino emocionales; pero supongo que es lógico. Aún hoy sigue siendo difícil imaginar en Alemania un memorial compartido entre alemanes y judíos, algo mutuo, un terreno de duelo común, dado que las emociones sobre este hecho histórico son opuestas. Si bien los descendientes aprendimos las lecciones de la culpa y la responsabilidad, las emociones del perpetrador, en este caso nosotros, son diametralmente diferentes. Desde luego, a medida que pasa el tiempo es más fácil que las partes se acerquen. No creo que ningún francés tendría hoy problema en ir a trabajar a los campos de Waterloo; Napoleón está muy lejos. Pero la Segunda Guerra es algo distinto, sigue siendo un asunto de familia. Aún hay hijos y nietos de las víctimas con una memoria familiar del mayor genocidio de la historia. El hijo o nieto de una víctima no puede ponerse en la piel del perpetrador y simplemente dejar un ramo. No puede haber una representación simbólica compartida.

Pero de su ubicación en la capital del nazismo deriva toda la fuerza de las obras de Eisenman y el Museo de Libeskind.

Sí, pero fueron obras comisionadas por el Estado alemán y ellos actuaron como escultor y arquitecto. Es la nación de los perpetradores la que se pone en la piel de las víctimas. ¿Cómo luciría un memorial que rinde culto al perpetrador? ¿Qué tenemos para conmemorar? Nada...

El Museo Judío ofrece una versión de la historia que contrasta mucho con el memorial a las víctimas de la Segunda Guerra, la controvertida Neue Wache , o Nueva Guardia.

Sí, esa polémica precedió la caída del muro. Fue en 1988, a partir de la iniciativa del canciller Helmut Kohl de compartir este memorial con la Alemania comunista. La Nueva Guardia conmemora a todos los caídos, a los soldados perpetradores y a las víctimas civiles de los bombardeos aliados, todos revueltos bajo un eslogan neutro. Y aquí entramos en las particularidades de los géneros artísticos: se trata de una llama votiva cristiana, es una pietá, rinde tributo a los hijos perdidos en las guerras. La pietá es un género bien antiguo de la escultura y, por cierto, muy inespecífico. No remite a la culpa ni la responsabilidad sino al puro dolor desde el punto de vista civil. Es el duelo de la madre ante el cuerpo yerto de su hijo. Y aunque la autora original de la obra no era una artista nacionalista sino todo lo contrario, esa pietá allí resulta completamente apolítica. Iguala a las víctimas, al soldado, al niño muerto en un bombardeo, al gaseado en un campo de concentración.

Recordemos el asunto: el espacio tiene en el centro la pequeña pietá de bronce de la escultora Käte Kollwitz en una copia ampliada. Esta artista fue incluida en la famosa muestra llamada "Arte degenerado" ( Entartete Kunst ) y organizada durante los primeros años de Adolf Hitler para agraviar a los incluidos.

Sí, pero más allá de la ampliación de una obra de arte, de dudoso gusto, es fallida porque presenta una interpretación de la historia bajo el paradigma de la víctima. El resultado es un mensaje ambiguo, que elude la reflexión sobre la estructura del genocidio: diluye la culpa, extiende la condición de víctima a toda una nación que sufrió una desgracia sin nombre, llegada de alguna parte, llovida del cielo... La obra de Eisenman, por otra parte, tampoco se define como una obra judía sino como un vasto cementerio, con lo cual asume el punto de vista de la víctima y el duelo. ¿Hay modo de que nos pongamos realmente, mientras contemplamos una obra, en la piel de la víctima o sus descendientes, si no lo somos?

Bertolt Brecht enseña que lo que se exhibe siempre puede adquirir otros sentidos en el futuro y eso explica la extraordinaria supervivencia del arte. Es notable que, pese a la fuerte educación pública de Alemania contra el nazismo, haya tan pocas imágenes de Hitler mismo, por ejemplo en los frisos fotográficos de la Topografía del terror, mientras que Himmler o Goebbels aparecen en abundancia.

No creo que sea deliberado. Hitler estaba a la cabeza de todo pero cuando se trata de mostrar ciertos acontecimientos señalados, simplemente no estaba en las fotos; no hay tantísimas fotos de él, por otra parte. Pero hace muchísimos años que su figura de cera está en el Museo de Madame Tousseaud, de Londres, lo que prueba su rango de figura pública. Hitler fue tabú durante los años que siguieron a la Segunda Guerra, no para los historiadores, claro, pero sí para la sociedad y no sólo en Alemania. Fue mucho más tabú que Stalin. Pese a su figura tan estereotipada y apta para la caricatura, con esa cabeza y el bigotito, conserva algo de tabú cultural, ese carácter sexual de las prohibiciones. De hecho, habrá visto usted la nueva moda de directores estadounidenses e incluso judíos que reclaman para sí el derecho de hacer humor con Hitler, cuando en verdad nada se los prohíbe. Esto demuestra que el tabú sigue vigente.

¿Cuál fue la crítica al museo?

Se cuestionaba el hecho mismo de que hubiera un Museo Judío en Alemania. Se pretendía que, al existir un museo histórico con una colección judía, lo nuestro acabaría siendo populista, al estilo de un parque temático.

No diría que este museo lo sea, a diferencia del Museo del Holocausto de Washington, que en algunos tramos es directamente pueril y se confunde con un estudio de cine. No se priva ni de la estación de trenes a Auschwitz.

No coincido. A mí me sorprendió el rigor histórico con que abordan ciertos aspectos. Pero no me convence para nada el sector para niños y jóvenes, el Libro de Daniel. No diría que es pueril pero sí que emplea estereotipos de manera muy consciente. Los estadounidenses están convencidos, y tal vez con buenos fundamentos, de que el grueso de los visitantes no son muy ilustrados; ignoran la historia y necesitan de esos estereotipos y de ahí las puestas en escena, tramos de películas de ficción y documentales, etc. Y, por cierto, yo no creo que siempre hagan falta los artefactos, una barraca de utilería para dar el sentido de aquella barraca... Una barraca sólo tiene sentido y me cuenta una historia trascendente si es original y está en su contexto real; si veo las barracas en Auschwitz, aunque haya quedado sólo una ínfima parte, ni siquiera me preocuparía por reconstruir el resto. En la curaduría de un museo histórico siempre hay que preguntarse si cada pieza, aunque se trate de una original, ilumina o es pura decoración. Le aseguro que a veces la respuesta no es tan fácil. También las experiencias visuales son distintas según la procedencia; algunas piezas del museo de Washington, destinadas al público masivo que llega de otros estados, no serían al gusto centroeuropeo pero adquieren trascendencia en la cultura popular norteamericana. Tenemos actitudes muy distintas, sobre todo en el acercamiento al kitsch. En los EE.UU. tienen un gran anhelo de simplicidad. Del mismo modo, nuestro Museo Ju­dío es visitado masivamente por turistas, entre ellos alemanes, claro. Es el mayor desafío hacer un museo para grandes masas de visitantes y aún así mantener la complejidad del tema. Para que la gente comprenda lo que quere­mos transmitir, debemos partir de elementos conocidos. Nunca se puede someter al visitante a un universo de cosas desconocidas por completo. No sé si diría que queremos que la gente aprenda, quizá es demasiado ambicioso; yo quiero que se interesen, que sal­gan de la exposición con interés suficiente para comprar un libro sobre el tema.

Se ha escrito mucho sobre el edificio de Libeskind, que está más próximo a una obra de arte que a la arquitectura museística. El zigzag de corredores para el pueblo judío en 1933 lo instala de lleno en una obra alegórica.

Bueno, es una arquitectura des­tinada a inducir una experiencia simbólica del espacio. Es cierto que es un espacio difícil para ha­cer un museo pero le aseguro se puede hacer un museo en cual­quier parte, es cuestión de dinero y creatividad.

Lo que la colección deja al visi­tante es la dimensión de una in­valorable pérdida cultural. ¿Qué es lo alemán del siglo XX si se le resta la tradición judía?–

Después del 45 Alemania fue un país distinto, que no se pue­de comparar con el país previo a 1933. La guerra y la culpa del ge­nocidio cambiaron por completo a la sociedad. La pérdida que us­ted señala no se puede medir pe­ro déjeme decirle que Alemania también perdió su capacidad de una relación positiva con la pro­pia historia nacional. Usted no encontrará a un solo alemán que recuerde la letra del himno nacio­nal, ni siquiera entre los políticos. La melodía la conocemos todos; así, después de la unificación se pasa en la radio a medianoche pe­ro sin la letra. De hecho, hace rela­tivamente poco salieron a relucir banderas, pero se limita a las ma­nifestaciones deportivas. Y está relacionado con la reunificación. Yo diría que Alemania es el país más liberal del mundo en tema de derechos civiles; y sin embargo, no hay orgullo por ello.

¿Recordamos mejor el pasado, de un modo reflexivo, si tenemos un museo?

Los memoriales cumplen una función política trascendente dado que expresan una posición sobre el pasado. Aunque establecen una posición oficial en su fundación, cambian de perspectiva con el tiempo y alojan muchas visiones y sucesivas actitudes. Por ejemplo, un país como Sudáfrica debía fijar una posición sobre el apartheid: se trata de una declaración pública que identifica el carácter criminal de los hechos y expresa una res­ponsabilidad hacia la víctima: se los rehabilita moralmente o se los recompensa financieramente. La higiene de la sociedad se vincula con estas declaraciones públicas.

¿Qué ocurre cuando el museo se erige en un país de partido único? Pienso por ejemplo en el Museo de la Revolución, en Cuba, o en Auschwitz, en Polo­nia, durante los años de inter­vención soviética.

En un ambiente político donde hay un poder poco democrático y la oposición no tiene fortaleza, se entra en combinaciones muy falli­das. Hay que ver quién lo encargó, quién lo financia y qué se quiere expresar. Existe, por ejemplo, un Museo del Terror en Budapest y es un pésimo ejemplo de una lec­tura nacionalista de la historia. Hay dos tipos de instituciones de la memoria. Los museos eri­gidos en el lugar de los hechos, de manera que se convierte en una interpretación estética del lugar real; y los memoriales, una forma estética con una relación abstracta, una escultura sin in­terpretación espacial. Cada uno es recibido de diferente modo y aporta distintos mensajes. Sus condiciones de creación son muy distintas también. Ahora en Corea están creando un memorial a las mujeres víctimas de violación por los japoneses. En Camboya, uno sobre la masacre de Pol Pot y los Kmehr rojos. Ahora bien, llegar a la concreción de estas institucio­nes es un proceso que lleva tiem­po. Por ejemplo, el memorial del World Trade Center a mí me pare­ce demasiado precoz, veremos en qué consiste.

No es igual el proceso en Ru­sia, donde después de un des­hielo de unos pocos años, vol­vieron a cerrarse los archivos de la Segunda Guerra para los historiadores no rusos.

No existe un memorial a las víc­timas del estalinismo en Rusia; la sociedad no está madura para eso. Existen memoriales sovié­ticos a las víctimas del nazismo pero el principal problema es que la misma población fue víctima y ofició de perpetrador. En Polonia fueron ambas cosas. Víctimas del estalinismo y del nazismo perse­guían a los judíos; son sociedades mixtas. En una única vida bioló­gica la población pasaba de un bando a otro. En el museo, más claramente que en el memorial, hay que fijar una posición, se trata de fijarla, en rigor. Asimismo, en las ex repúblicas soviéticas uno encuentra cuatro memoriales pa­ra expresar puntos de vista sobre un mismo período. En Kiev, hay un memorial judío, uno soviético, otro ucraniano y otro polaco.

Entonces los memoriales no se pretenden espacios neutros de corrección política.

No, nunca son un espacio asépti­co ni sencillo de armar. Aun en una democracia sólida, las instituciones conmemorativas son siempre muy ambivalentes. Alemania, con toda humildad, es el primer país que erige un memorial gigantesco para condenar su propia política y hon­rar a sus víctimas. Nuestra historia es bien clara: tenemos a los judíos, las víctimas, y nosotros, alemanes perpetradores. Y aun así el Museo Judío nos llevó 40 años.
Página 12
Viernes, 19 de marzo de 2010

Mañana seré Adolf

Por Juan Forn
Un caballo cruza a todo galope la frontera entre Rusia y Mongolia. El año es 1921. A pesar de los veinte grados bajo cero, el jinete va con el torso desnudo, salvo por una túnica amarilla hecha jirones y un puñado de talismanes que cuelgan de su cuello. Su única posibilidad de salvación es agotar a sus perseguidores y perderse en la estepa, porque tanto el Ejército Rojo como el Ejército Republicano Chino han puesto precio a su cabeza. El nombre del fugitivo es Nikolai Maximilian von Ungern-Sternberg. Es austríaco de nacimiento y ruso por adopción, pero en la estepa mongola se lo conoce mejor como la reencarnación del Genghis Khan, o Mahakala, Señor de la Tiniebla. Budista, sádico, antropófago, asesino, antisemita y antibolchevique furioso, Ungern-Sternberg parece un perfecto villano de historieta, y de hecho Hugo Pratt le dedica un episodio fulminante en Corto Maltés en Siberia, pero el tipo existió en la vida real y fue una desgracia para todos los que tuvieron la mala suerte de cruzárselo, incluyendo a un anónimo cabo retirado del ejército austríaco en 1918 del cual hablaremos en su momento. (sigue)