Revista Ñ
martes 16 de marzo del 2010
Los museos y el porvenir de la memoria
La directora del Museo Judío de Berlín, el primero erigido por un pueblo perpetrador en tributo a sus víctimas, analiza las tensiones presentes en las instituciones consagradas al trauma colectivo. Su recorrido por distintos memoriales, desde Kiev a Varsovia, propicia por adelantado la reflexión sobre el futuro todavía incógnito del museo de la ESMA.
Por: Matilde Sánchez
KUGELMANN. "Los museos nunca son un espacio
aséptico ni sencillo de armar. Aun en una
democracia sólida, las instituciones conmemorativas
son siempre muy ambivalentes", dice la experta.
El anhelo de procesar traumas colectivos –agudizado por la insuficiencia de la Justicia– trajo a América Latina iniciativas oficiales para erigir espacios de duelo y resarcimiento. Como en el Museo del Holocausto de Washington, el Museo del Apartheid de Sudáfrica y el de la Cruz Roja en Ginebra, estos anclajes buscan unificar criterios de verdad histórica y se consideran clave en la pedagogía pública. En estos veinte años, por ser el epicentro dramático del siglo XX, la Berlín unificada ha sido el laboratorio más propicio para observar y ensayar las posibles mutaciones escénicas de una ciudad. Pese a que existen varios museos judíos en Alemania, el de Berlín, construido por el arquitecto Daniel Libeskind, es la institución nacional y recibe más de setecientos mil visitantes por año. Esta fue la conversación con su directora de programa, Cilly Kugelmann, sobre los alcances de ese espacio destinado al tributo y la reflexión sobre el Holocausto.
Difícil encontrar otra ciudad como Berlín, donde cada nuevo monumento estuvo sujeto a una suerte de plebiscito. ¿De qué sirve un museo si está tan sujeto a la polémica?
Todas esas polémicas urbanas están vinculadas de un modo u otro con la Segunda Guerra. En su origen, los espacios de honra a las víctimas, de cualquiera de los grupos, no partieron de una medida oficial. Las iniciativas surgían espontáneamente de las ongs, en algunos casos con ayuda municipal. Eran pequeños enclaves de duelo en toda Alemania; otro ejemplo son las cruces que conmemoran el sitio donde cayeron muertos germanoorientales en sus intentos de cruzar la frontera. El Museo Judío desató algo de polémica en torno a su estatus pero no el museo en sí. En la Alemania posmuro, la mayor controversia la desató el memorial a las víctimas judías del Holocausto, del escultor Peter Eisenman, una obra comisionada por el Estado federal. Esto condujo a disputas en las que participó toda la sociedad. Desde el comienzo quedó claro que otros colectivos sociales y étnicos se sentían excluidos y tan merecedores de un homenaje como los judíos, por ejemplo los gitanos y homosexuales.
¿La escultura de Eisenman le parece interesante?
Me siento distante de esta obra no por razones políticas sino emocionales; pero supongo que es lógico. Aún hoy sigue siendo difícil imaginar en Alemania un memorial compartido entre alemanes y judíos, algo mutuo, un terreno de duelo común, dado que las emociones sobre este hecho histórico son opuestas. Si bien los descendientes aprendimos las lecciones de la culpa y la responsabilidad, las emociones del perpetrador, en este caso nosotros, son diametralmente diferentes. Desde luego, a medida que pasa el tiempo es más fácil que las partes se acerquen. No creo que ningún francés tendría hoy problema en ir a trabajar a los campos de Waterloo; Napoleón está muy lejos. Pero la Segunda Guerra es algo distinto, sigue siendo un asunto de familia. Aún hay hijos y nietos de las víctimas con una memoria familiar del mayor genocidio de la historia. El hijo o nieto de una víctima no puede ponerse en la piel del perpetrador y simplemente dejar un ramo. No puede haber una representación simbólica compartida.
Pero de su ubicación en la capital del nazismo deriva toda la fuerza de las obras de Eisenman y el Museo de Libeskind.
Sí, pero fueron obras comisionadas por el Estado alemán y ellos actuaron como escultor y arquitecto. Es la nación de los perpetradores la que se pone en la piel de las víctimas. ¿Cómo luciría un memorial que rinde culto al perpetrador? ¿Qué tenemos para conmemorar? Nada...
El Museo Judío ofrece una versión de la historia que contrasta mucho con el memorial a las víctimas de la Segunda Guerra, la controvertida Neue Wache , o Nueva Guardia.
Sí, esa polémica precedió la caída del muro. Fue en 1988, a partir de la iniciativa del canciller Helmut Kohl de compartir este memorial con la Alemania comunista. La Nueva Guardia conmemora a todos los caídos, a los soldados perpetradores y a las víctimas civiles de los bombardeos aliados, todos revueltos bajo un eslogan neutro. Y aquí entramos en las particularidades de los géneros artísticos: se trata de una llama votiva cristiana, es una pietá, rinde tributo a los hijos perdidos en las guerras. La pietá es un género bien antiguo de la escultura y, por cierto, muy inespecífico. No remite a la culpa ni la responsabilidad sino al puro dolor desde el punto de vista civil. Es el duelo de la madre ante el cuerpo yerto de su hijo. Y aunque la autora original de la obra no era una artista nacionalista sino todo lo contrario, esa pietá allí resulta completamente apolítica. Iguala a las víctimas, al soldado, al niño muerto en un bombardeo, al gaseado en un campo de concentración.
Recordemos el asunto: el espacio tiene en el centro la pequeña pietá de bronce de la escultora Käte Kollwitz en una copia ampliada. Esta artista fue incluida en la famosa muestra llamada "Arte degenerado" ( Entartete Kunst ) y organizada durante los primeros años de Adolf Hitler para agraviar a los incluidos.
Sí, pero más allá de la ampliación de una obra de arte, de dudoso gusto, es fallida porque presenta una interpretación de la historia bajo el paradigma de la víctima. El resultado es un mensaje ambiguo, que elude la reflexión sobre la estructura del genocidio: diluye la culpa, extiende la condición de víctima a toda una nación que sufrió una desgracia sin nombre, llegada de alguna parte, llovida del cielo... La obra de Eisenman, por otra parte, tampoco se define como una obra judía sino como un vasto cementerio, con lo cual asume el punto de vista de la víctima y el duelo. ¿Hay modo de que nos pongamos realmente, mientras contemplamos una obra, en la piel de la víctima o sus descendientes, si no lo somos?
Bertolt Brecht enseña que lo que se exhibe siempre puede adquirir otros sentidos en el futuro y eso explica la extraordinaria supervivencia del arte. Es notable que, pese a la fuerte educación pública de Alemania contra el nazismo, haya tan pocas imágenes de Hitler mismo, por ejemplo en los frisos fotográficos de la Topografía del terror, mientras que Himmler o Goebbels aparecen en abundancia.
No creo que sea deliberado. Hitler estaba a la cabeza de todo pero cuando se trata de mostrar ciertos acontecimientos señalados, simplemente no estaba en las fotos; no hay tantísimas fotos de él, por otra parte. Pero hace muchísimos años que su figura de cera está en el Museo de Madame Tousseaud, de Londres, lo que prueba su rango de figura pública. Hitler fue tabú durante los años que siguieron a la Segunda Guerra, no para los historiadores, claro, pero sí para la sociedad y no sólo en Alemania. Fue mucho más tabú que Stalin. Pese a su figura tan estereotipada y apta para la caricatura, con esa cabeza y el bigotito, conserva algo de tabú cultural, ese carácter sexual de las prohibiciones. De hecho, habrá visto usted la nueva moda de directores estadounidenses e incluso judíos que reclaman para sí el derecho de hacer humor con Hitler, cuando en verdad nada se los prohíbe. Esto demuestra que el tabú sigue vigente.
¿Cuál fue la crítica al museo?
Se cuestionaba el hecho mismo de que hubiera un Museo Judío en Alemania. Se pretendía que, al existir un museo histórico con una colección judía, lo nuestro acabaría siendo populista, al estilo de un parque temático.
No diría que este museo lo sea, a diferencia del Museo del Holocausto de Washington, que en algunos tramos es directamente pueril y se confunde con un estudio de cine. No se priva ni de la estación de trenes a Auschwitz.
No coincido. A mí me sorprendió el rigor histórico con que abordan ciertos aspectos. Pero no me convence para nada el sector para niños y jóvenes, el Libro de Daniel. No diría que es pueril pero sí que emplea estereotipos de manera muy consciente. Los estadounidenses están convencidos, y tal vez con buenos fundamentos, de que el grueso de los visitantes no son muy ilustrados; ignoran la historia y necesitan de esos estereotipos y de ahí las puestas en escena, tramos de películas de ficción y documentales, etc. Y, por cierto, yo no creo que siempre hagan falta los artefactos, una barraca de utilería para dar el sentido de aquella barraca... Una barraca sólo tiene sentido y me cuenta una historia trascendente si es original y está en su contexto real; si veo las barracas en Auschwitz, aunque haya quedado sólo una ínfima parte, ni siquiera me preocuparía por reconstruir el resto. En la curaduría de un museo histórico siempre hay que preguntarse si cada pieza, aunque se trate de una original, ilumina o es pura decoración. Le aseguro que a veces la respuesta no es tan fácil. También las experiencias visuales son distintas según la procedencia; algunas piezas del museo de Washington, destinadas al público masivo que llega de otros estados, no serían al gusto centroeuropeo pero adquieren trascendencia en la cultura popular norteamericana. Tenemos actitudes muy distintas, sobre todo en el acercamiento al kitsch. En los EE.UU. tienen un gran anhelo de simplicidad. Del mismo modo, nuestro Museo Judío es visitado masivamente por turistas, entre ellos alemanes, claro. Es el mayor desafío hacer un museo para grandes masas de visitantes y aún así mantener la complejidad del tema. Para que la gente comprenda lo que queremos transmitir, debemos partir de elementos conocidos. Nunca se puede someter al visitante a un universo de cosas desconocidas por completo. No sé si diría que queremos que la gente aprenda, quizá es demasiado ambicioso; yo quiero que se interesen, que salgan de la exposición con interés suficiente para comprar un libro sobre el tema.
Se ha escrito mucho sobre el edificio de Libeskind, que está más próximo a una obra de arte que a la arquitectura museística. El zigzag de corredores para el pueblo judío en 1933 lo instala de lleno en una obra alegórica.
Bueno, es una arquitectura destinada a inducir una experiencia simbólica del espacio. Es cierto que es un espacio difícil para hacer un museo pero le aseguro se puede hacer un museo en cualquier parte, es cuestión de dinero y creatividad.
Lo que la colección deja al visitante es la dimensión de una invalorable pérdida cultural. ¿Qué es lo alemán del siglo XX si se le resta la tradición judía?–
Después del 45 Alemania fue un país distinto, que no se puede comparar con el país previo a 1933. La guerra y la culpa del genocidio cambiaron por completo a la sociedad. La pérdida que usted señala no se puede medir pero déjeme decirle que Alemania también perdió su capacidad de una relación positiva con la propia historia nacional. Usted no encontrará a un solo alemán que recuerde la letra del himno nacional, ni siquiera entre los políticos. La melodía la conocemos todos; así, después de la unificación se pasa en la radio a medianoche pero sin la letra. De hecho, hace relativamente poco salieron a relucir banderas, pero se limita a las manifestaciones deportivas. Y está relacionado con la reunificación. Yo diría que Alemania es el país más liberal del mundo en tema de derechos civiles; y sin embargo, no hay orgullo por ello.
¿Recordamos mejor el pasado, de un modo reflexivo, si tenemos un museo?
Los memoriales cumplen una función política trascendente dado que expresan una posición sobre el pasado. Aunque establecen una posición oficial en su fundación, cambian de perspectiva con el tiempo y alojan muchas visiones y sucesivas actitudes. Por ejemplo, un país como Sudáfrica debía fijar una posición sobre el apartheid: se trata de una declaración pública que identifica el carácter criminal de los hechos y expresa una responsabilidad hacia la víctima: se los rehabilita moralmente o se los recompensa financieramente. La higiene de la sociedad se vincula con estas declaraciones públicas.
¿Qué ocurre cuando el museo se erige en un país de partido único? Pienso por ejemplo en el Museo de la Revolución, en Cuba, o en Auschwitz, en Polonia, durante los años de intervención soviética.
En un ambiente político donde hay un poder poco democrático y la oposición no tiene fortaleza, se entra en combinaciones muy fallidas. Hay que ver quién lo encargó, quién lo financia y qué se quiere expresar. Existe, por ejemplo, un Museo del Terror en Budapest y es un pésimo ejemplo de una lectura nacionalista de la historia. Hay dos tipos de instituciones de la memoria. Los museos erigidos en el lugar de los hechos, de manera que se convierte en una interpretación estética del lugar real; y los memoriales, una forma estética con una relación abstracta, una escultura sin interpretación espacial. Cada uno es recibido de diferente modo y aporta distintos mensajes. Sus condiciones de creación son muy distintas también. Ahora en Corea están creando un memorial a las mujeres víctimas de violación por los japoneses. En Camboya, uno sobre la masacre de Pol Pot y los Kmehr rojos. Ahora bien, llegar a la concreción de estas instituciones es un proceso que lleva tiempo. Por ejemplo, el memorial del World Trade Center a mí me parece demasiado precoz, veremos en qué consiste.
No es igual el proceso en Rusia, donde después de un deshielo de unos pocos años, volvieron a cerrarse los archivos de la Segunda Guerra para los historiadores no rusos.
No existe un memorial a las víctimas del estalinismo en Rusia; la sociedad no está madura para eso. Existen memoriales soviéticos a las víctimas del nazismo pero el principal problema es que la misma población fue víctima y ofició de perpetrador. En Polonia fueron ambas cosas. Víctimas del estalinismo y del nazismo perseguían a los judíos; son sociedades mixtas. En una única vida biológica la población pasaba de un bando a otro. En el museo, más claramente que en el memorial, hay que fijar una posición, se trata de fijarla, en rigor. Asimismo, en las ex repúblicas soviéticas uno encuentra cuatro memoriales para expresar puntos de vista sobre un mismo período. En Kiev, hay un memorial judío, uno soviético, otro ucraniano y otro polaco.
Entonces los memoriales no se pretenden espacios neutros de corrección política.
No, nunca son un espacio aséptico ni sencillo de armar. Aun en una democracia sólida, las instituciones conmemorativas son siempre muy ambivalentes. Alemania, con toda humildad, es el primer país que erige un memorial gigantesco para condenar su propia política y honrar a sus víctimas. Nuestra historia es bien clara: tenemos a los judíos, las víctimas, y nosotros, alemanes perpetradores. Y aun así el Museo Judío nos llevó 40 años.
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