Sunday, May 16, 2010

Revista Ñ
domingo 16 de mayo del 2010





¿Cuáles son los riesgos del uso abusivo de las llamadas "políticas de la memoria"? Este es uno de los temas sobre los que reflexiona el prestigioso crítico alemán, a poco de presentar su nuevo libro en la Argentina.

Por: SANTIAGO BARDOTTI

En el libro de los visitantes ilustres y asiduos a nuestro país debe incluirse al crítico cultural y literario Andreas Huyssen. Siendo muy joven publicó un libro que hizo época (Después de la gran división) que se hizo esencial para todos aquellos deseosos de no empantanarse en el famoso debate modernidad/posmodernidad. En una antología de gran circulación realizada por el recordado Nicolas Casullo aparecía uno de los capítulos, "Guía del posmodernismo", donde se desplegaba toda su vocación de dedicado cartógrafo. En los años noventa se interesó por la política de la memoria en la Argentina pos dictadura; es que siendo alemán, cuenta a Ñ vía correo electrónico, no podía desatender la problemática de cómo lidiar con el pasado.

Por haber realizado toda su carrera en los Estados Unidos se pudo situar como un privilegiado observador externo; tanto respecto de las políticas de la memoria en su país de origen como respecto a la vida cultural norteamericana. Allí están algunas de las claves de su importante obra ensayística. El próximo lunes a las 19 horas, presentará en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415), su nuevo libro Modernismo después de la posmodernidad; los lazos con la Argentina siguen presentes; por un lado, la problemática de la memoria sigue siendo central, por otro, después de la presentación charlará con el artista plástico Guillermo Kuitka, sobre cuya obra versa uno de los artículos.

Veinticinco años después de la publicación de "Después de la gran división", ¿qué quedó del debate modernidad-posmodernidad? ¿Qué dicotomías que parecían ser acerca de causas últimas se mostraron circunstanciales?

La oposición radical entre la modernidad y la posmodernidad, con su desprecio de la modernidad junto con el modernismo, sostenida en aquel momento, especialmente en los EE.UU., resultó en una muy frecuente y acrítica aceptación de lo posmoderno. Lo posmoderno fue también equivocadamente identificado con el posestructuralismo que llegó a ser muy influyente en los EE.UU. desde los años setenta. Esta equivalencia estaba histórica y políticamente desencaminada como en primer lugar argumenté en mi libro Después de la gran división. El debate de Habermas/Lyotard al comienzo de los años ochenta, central para esta discusión, fue en especial un impedimento intelectual. La teoría crítica alemana y el posestructuralismo francés están, intelectual e incluso políticamente, mucho más cerca de cada uno de lo que la oposición radical entre modernidad y posmodernidad, tal como fue construida en EE.UU., parece sugerir. Había en efecto algo provinciano o geográficamente limitante acerca de este debate norteamericano, pero tuvo muchos efectos generativos y estimulantes en relación con desarrollos culturales en EE.UU. Las preguntas que hizo surgir acerca de la relación entre la cultura de masas y el arte elevado, el rol de los medios de comunicación, las políticas de la subjetividad, género y sexualidad resonaban en todas partes y están todavía presentes entre nosotros. En muchos sentidos, el libro es parte de su época. Aún así todavía creo que había encontrado algo cuando argumentaba que el posestructuralismo (perdonando este término tan general y homogeneizador) tenía más que ver con una arqueología del modernismo y la modernidad que con una alegada ruptura posmoderna con el pasado. Y todavía creo también que no estaba equivocado cuando argumentaba que el posmodernismo podía entenderse como una adaptación y transformación propiamente norteamericana de un avant-garde de principios del siglo XX, hecho necesario por la rancia ideología del alto modernismo como parte de una Guerra Fría cultural. Hoy en día esta problemática nos conduce más allá de ambos lados del Atlántico Norte hacia otras geografías del modernismo y el avant-garde en Latinoamérica, India, China, África y el Caribe, ninguno de los cuales era central o incluso conocido durante los debates del posmodernismo en los años ochenta.

¿En qué medida los ensayos de su último libro continúan, profundizan o contradicen los argumentos de aquel libro?

Conceptualmente, el debate sobre el posmodernismo en los EE.UU. privilegiaba el espacio sobre el tiempo. Esto tenía sentido dada la importancia de la arquitectura para las definiciones tempranas de lo posmoderno pero estuvo equivocado al identificar simplemente al modernismo con la categoría del tiempo y al posmodernismo con la categoría del espacio como tan frecuentemente ocurrió. Argumenté en cambio que el posmodernismo mismo vivía de las memorias del temprano avant-garde europeo que había sido largamente ignorado en los EE.UU. hasta los años sesenta. Por eso, mi trabajo posterior sobre las políticas de la memoria, que ya estaba presente en varios de los ensayos de Después de la gran división floreció a partir de mi compromiso con el debate acerca del posmodernismo más que contradiciéndolo. Esto es verdad tanto para mi libro En busca del futuro perdido como para el presente Modernismo después de la posmodernidad. El foco, por supuesto, ya no fue el mismo. De todas maneras, hoy en día el debate acerca de posmodernismo es él mismo historia.

¿Cuáles son los lazos entre este culto de la memoria actual y la modernidad?

La modernidad de los siglos XIX y XX en Occidente estuvo energizada por la imaginación de otros futuros. Evidentemente aquellas exuberantes promesas utópicas fueron rotas. En un registro amplio, leo el boom contemporáneo de la memoria, que trata sobre mucho más que sólo el trauma histórico, como una reacción a esta pérdida de futuros utópicos.

¿Por qué se interesó por el caso argentino?

Fue mi trabajo sobre la memoria del Holocausto en Alemania y posteriormente en un contexto internacional lo que primero me trajo a la Argentina en los años noventa. Sin mi implicación en el tema de la política de la memoria en la Argentina pos dictadura no hubiera podido formular mis argumentos sobre la transnacionalización del discurso del trauma y los desplazamientos de la memoria del Holocausto en otras situaciones históricas no relacionadas.

¿Cuál es la peor dificultad derivada de un uso abusivo de políticas llamadas de la memoria?

Hay varios peligros: el primero es que la memoria simplemente reemplace u olvide la justicia. Sin embargo, en algunas situaciones políticas determinadas, la justicia puede ser difícil de conseguir para una total satisfacción de las partes perjudicadas. En ese caso el discurso de la memoria puede todavía funcionar como un sustituto con importantes efectos sociales. Se ha dicho que los monumentos y las disculpas son rituales abortivos. Pero peor que tener una memoria ritual es no tener memoria. Otro peligro es que una política de la memoria degenere en "victimología" y una competencia por la memoria entre distintos grupos. Un tercer peligro es que el reclamo acerca de que las políticas de la memoria puedan ser abusivas solamente sirva para la causa del olvido. En ese caso el reclamo sobre los abusos de la memoria es, él mismo, un abuso.

¿Y cuáles son las dificultades del uso extendido del Holocausto como tropo universal del trauma histórico?

Los casos de historias traumáticas no son nunca iguales; así y todo las comparaciones son necesarias siempre y cuando no se afirme la identidad. Son necesarias las comparaciones para fortalecer los derechos humanos alrededor del mundo. Es sólo desde 1989 que el Holocausto ha funcionado productivamente como prisma para sensibilizar a la opinión pública respecto al terror de Estado en América Latina, la depuración étnica en los Balcanes o el genocidio en Ruanda. La comparación con el Holocausto le dio dramatismo a casos específicos; pero usualmente la comparación sólo consistió en el uso de una cierta retórica, tropos estándares, imágenes y referencias a precedentes legales. Por supuesto el uso extendido del Holocausto como un tropo universal está basado en la Convención sobre el Genocidio y la Declaración de los Derechos Humanos de 1948. Problemático es que en la jerarquía del sufrimiento, el Holocausto ahora ocupa la posición más elevada, en especial cuando se alega su unicidad y su imposibilidad de comparación, de manera frecuente para apoyar intereses políticos específicos. Tales alegatos de unicidad han llevado a una política de resentimiento por parte de otros grupos, en especial en los debates pos coloniales. Es interesante notar que una competición por la memoria de tal clase no existió en el período inmediato después de la Segunda Guerra Mundial; el verdadero período de descolonización (por ejemplo en la obra de W.E. Dubois, Hannah Arendt, Aimé Césaire) cuando la destrucción de la comunidad judía europea fue relacionada con las prácticas coloniales e imperiales en África o en el Caribe. Puede ser útil recuperar esta historia para superar la insidiosa jerarquización del sufrimiento.

A pesar de ese exceso de teorización y debate sobre la memoria que Ud. señala, ¿qué líneas generales de argumentación le parecen las más interesantes? ¿qué preguntas no han sido formuladas y cuáles quedan por responder?

Lo que más me interesa en este punto es establecer relaciones más cercanas entre el discurso de la memoria y los debates acerca de los derechos humanos; dos campos de investigación que han permanecido demasiado separados uno del otro a pesar de que la ligazón es obvia en el mundo real de juicios y comisiones por la verdad. Conectando las políticas de la memoria con las políticas de los derechos humanos, ambos con sus puntos fuertes y débiles, podríamos ir más allá del callejón sin salida de los estudios sobre la memoria que en soledad no producen en definitiva demasiada ganancia cognitiva.

La gran división a la que aludía el título de su libro era aquella del arte elevado y la cultura popular. ¿Es posible una crítica estética de la cultura popular que respete su especificidad?

Por supuesto. Hay categorías de juicio que pueden ser aplicadas tanto a la cultura popular como al arte elevado –criterios estéticos y formales, criterios morales y políticos–. Existen series de TV ambiciosas y de gran calidad (por ejemplo The Wire y algunas otras del canal HBO en EE.UU.) y existe muchísimo arte elevado de mala factura. ¿Necesito nombrar a alguien? Todo el mundo tendrá su favorito. Por supuesto la gente estará en desacuerdo en sus juicios.

La crítica puntual de una obra no puede dejar de inscribirse en estrategias argumentativas más amplias, entonces, ¿por qué Kuitca?

Kuitca me interesa primero por la sutil y expresiva fortaleza de su trabajo en sus trayectorias desde los ochenta. Conceptualmente me interesa como un artista que permanece comprometido con un medio presumiblemente obsoleto, el de la pintura. Veo su obra como un ejemplo de lo que yo llamo modernismo después de la posmodernidad; o pintar después del conceptualismo, minimalismo, instalación y arte de la performance. Y es específicamente su manera de tratar el espacio en la pintura lo que yo encuentro único y fascinante.

¿Disfruta de estos viajes a conferencias y presentaciones? ¿Le ayudan a reflexionar?

Completamente. Sin estos encuentros con colegas, amigos, artistas e intelectuales en el extranjero, no podría pensar sobre problemas usualmente descriptos con palabras como globalidad o transnacionalismo. No tenemos de lejos suficiente intercambio internacional y cooperación en los mundos académicos e intelectuales. La actual crisis económica hace por supuesto las cosas peores.

¿Puede investigar o problematizar el tema de la memoria sin involucrarse personalmente o sin asumir una posición política?

Mi trabajo sobre la memoria ha estado siempre profundamente comprometido, tanto afectiva como políticamente con el problema de cómo lidiar con el pasado. Para un alemán de la primera generación de la posguerra con experiencias formativas en los sesenta era casi inevitable. Pero entonces, viviendo en EE.UU., me convertí en algo así como un observador externo de los asuntos alemanes, una posición que me ayuda a ver el caso alemán en constelaciones mundiales más amplias.

¿Cómo es hablar sobre la obra de un artista en presencia de ese artista?

Podré decir más sobre ello después de mi charla en el Malba con Guillermo.

Sunday, May 09, 2010

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REPORTAJE: MEMORIA HISTÓRICA
Soldado, preso, guerrillero
Esta semana se han cumplido 65 años de la liberación del campo nazi de Mauthausen. Uno de los supervivientes, el español Domingo Félez, rememora este hecho y lo enmarca en su largo trayecto personal de combatiente, iniciado en la Guerra Civil y terminado en la guerrilla venezolana a finales de los años sesenta. Félez habla en Venezuela, donde vive


LAURA S. LERET 09/05/2010
Aquel fatídico verano de 1936, el aragonés Domingo Félez tenía 15 años y combatía como miliciano por la República. Ingresó en la 131 Brigada. Conquistó varias posiciones militares "a pura granada de mano" y ascendió a sargento a los 17 años. Ahora rememora su vida en su casa de La Victoria, la ciudad a 100 kilómetros de Caracas donde reside, con 89 años de edad.

Fue prisionero del Ejército de Estados Unidos y, también, de la policía venezolana en la época de la guerrilla

Tras la Guerra Civil se refugió en Francia. Padeció las condiciones infrahumanas de los campos de concentración franceses. Le reclutaron para construir fortificaciones: "era un trabajo de esclavo". Tras la invasión alemana, los españoles cayeron presos con la tropa francesa. Formados en columnas, caminaron hasta Estrasburgo y les confinaron en unos terrenos donde "el aseo era una zanja". En diciembre de 1940, en un convoy de españoles, fue trasladado al campo de concentración nazi de Mauthausen, en Austria, calificado como "grado tres", donde internaban a los irrecuperables.

"Recibí un uniforme a rayas y el triángulo azul de apátrida con la S de spanier. Mi número, el 4.779. Me afeitaron el vello del cuerpo, a todos con la misma hojilla, uno se agachaba y le metían la navaja entre las nalgas. Los piojos me causaron una infección que originó mi traslado al campo anexo de Gusen. Un día, mientras colocaba ladrillos para construir la cocina, conseguí un pote de grasa, me la unté sobre los piojos y me curé".

"Trabajé en las canteras, en la construcción de los rieles, fui barbero de la barraca. Sobreviví a la epidemia de tifus de 1941. En Mauthausen no entraba nadie que no fuera para morirse. El trabajo y la comida estaban hechos para vivir un año; los supervivientes les pueden ir con cuentos a otros, pero a mí ¡no! Fuimos barberos, herreros, pintores, enfermeros, albañiles, hombres de limpieza; frío y hielo; cuando sobraba de la caldera, nos daban medio plato más de nabos, de hueso de caballo con concha de papa".

"Me pasaron en 1943 a Viena, con un comando de presos para hacer fortines antiaéreos en una fábrica alemana de motores de aviones de caza. Allí, no te pegaban tanto".

"Los nazis iniciaron su retirada en abril de 1945. Nos arrastraron con ellos a Mauthausen, caminamos unos 180 kilómetros. Al que no podía andar y se sentaba a la orilla, le pegaban un tiro. Uno iba caminando y escuchaba ¡pam! y al rato otra vez, ¡pam! A la tarde mataban a un caballo, le caíamos con cuchillo y lo comíamos crudo".

El 5 de mayo de 1945, el Ejército de Estados Unidos ocupó oficialmente el campo de Mauthausen. Había euforia y también caos. Cuatro españoles, entre los que se encontraba Domingo Félez, en vez de ser liberados fueron apresados.

"A los tres días de la liberación del campo, unos hombres me detuvieron, me hablaron en alemán, alguien me denunció, nunca supe quién fue. Fuerzas de Estados Unidos nos detuvieron y nos llevaron junto con los nazis al campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich. Los otros españoles acusados fueron Indalecio González, Laureano Navas y Moisés Fernández. Un fiscal militar de Estados Unidos me llamó un par de veces a declarar, yo me reí y contesté que todo era un embuste. En enero, febrero y marzo de 1945 yo no estaba en Mauthausen, sino a 180 kilómetros en la fábrica de aviones, ¿cómo iba yo a llevar gente a la cámara de gas? Porque esa fue la acusación".

"No hubo pruebas para sentenciarme. Después de dos años, fui puesto en libertad en julio de 1947. A González lo ahorcaron en Dachau. Navas fue condenado a cadena perpetua y Fernández, a 20 años de prisión".

Joseph Halow en su libro Innocent at Dachau (1992) relata que los testigos recibieron honorarios por sus servicios y no hubo un traductor profesional del castellano. Al respecto, Eve Hawkins, oficial estadounidense, escribió al Washington Post: "(...) La raza suprema (alemanes) tenía derecho a una asesoría legal y a traductores competentes, pero los españoles, los no beligerantes, los nacionales de un país no enemigo, los involucrados inocentes, uno podría decir que a nadie le importó un bledo". A estos veteranos de la Guerra Civil, prisioneros en el campo de Mauthausen, se les juzgó en Dachau como si fueran criminales de guerra.

Domingo Félez consiguió embarcarse hacia Venezuela con un pasaporte de la Organización Internacional de Refugiados. Desempeñó varios trabajos, conoció a una hermosa trigueña con quien se casó y tuvo tres hijos. Pero en su interior le ardía la sangre. Desilusionado con el Gobierno de Rómulo Betancourt, consternado por las desapariciones de varios amigos del Partido Comunista, Félez se unió al movimiento guerrillero de los años sesenta.

"Subí a las montañas. La primera incursión duró poco, pero lo suficiente para ser delatado y apresado en mi casa. Recibí palo de las policías políticas. Fui trasladado al castillo de Puerto Cabello, donde me tomó por sorpresa la rebelión militar contra el gobierno. Uno de los capitanes golpistas, que hasta ese día había sido nuestro carcelero, nos abrió las puertas del calabozo, nos repartió fusiles. Yo fui destinado a combatir en una institución de enseñanza secundaria. Cuando vi que la causa estaba perdida, conseguí refugiarme en el portal de una casa; un desconocido me tiró del brazo, me llevó para adentro y me salvó la vida".

Félez logró evadirse y refugiarse en Caracas. Por su experiencia en la Guerra Civil española lo buscaron para llevarlo a la selva de Monagas. "En 1965, mi esposa y mis hijos necesitaban de mí, bajé de la montaña". La ley de amnistía le permitió salir de la clandestinidad en 1969. Después de 33 años de lucha volvió a una vida normal.

Fue barbero otra vez, fundó una empresa de jardinería. La edad ha deteriorado su vista, sus pasos son lentos, pero su memoria se mantiene impecable.

Saturday, May 01, 2010

El historiador y la tradición

Revista Ñ, 28 de abril, 2010

Para Tulio Halperín Donghi, el origen de la Revolución de Mayo se halla en la reacción a las Invasiones Inglesas. En esta entrevista, también se refiere al estado de la historiografía argentina.

Por: Alejandra R. Ballester y Héctor Pavón

Arrojado al mundo académico extranjero por la dictadura de Onganía en 1966, Tulio Halperín Donghi construyó su propio espacio de la Historia lejos de la barbarie que tuvo como epicentro a La noche de los bastones largos. Aterrizó primero en Oxford, y a partir de 1972 enseña en Berkeley y desde allí proyectó su trabajo como historiador argentino. Aunque sus principales obras las escribió en bibliotecas norteamericanas, es uno de los más importantes historiadores argentinos. En esta entrevista, que respondió por e-mail, se refiere a hechos y personajes de la Revolución de Mayo. También traza un diagnóstico de la investigación histórica en la Argentina.

-¿Cuándo arranca el proceso revolucionario de Mayo, con qué hechos? Usted ha señalado la importancia de las milicias urbanas en el proceso revolucionario, ¿cómo surgieron y por qué son clave en este proceso?

-Cuándo comienza un proceso como el que desembocó en los sucesos ocurridos en Buenos Aires entre el 17 y el 25 de mayo de 1810 depende de la visión que tenga quien los estudia y del desenvolvimiento de los procesos históricos. Para Mitre, que tanto en cuanto al pasado como al futuro prefería las perspectivas largas, el proceso comenzó cuando el primer europeo pisó las costas del Río de la Plata. Aun para otros menos atraídos por las preguntas que pretende responder la filosofía de la historia, la respuesta depende del rasgo del contexto, en que esos sucesos se desenvolvieron, que más les han interesado. Si ven en esos sucesos el capítulo rioplatense de la reacción de la América española al derrumbe de la resistencia contra la invasión francesa en la metrópoli, concluirán que comenzó cuando la noticia de ese derrumbe llegó a Montevideo: los esfuerzos del virrey Cisneros por evitar la difusión de esa noticia sugieren que fue él el primero en verlos en esos términos. Si les interesan, en cambio, las razones por las cuales el foco revolucionario establecido en Buenos Aires fue el único de los que estallaron en 1810 que no fue sofocado por la contraofensiva realista, lo buscarán donde también lo busqué yo, entre muchos otros: en la reacción frente a las Invasiones Inglesas. El contraste entre la ineptitud que desplegaron en la ocasión los funcionarios regios y la eficacia con que las iniciativas espontáneas de sus gobernados disiparon la amenaza británica hizo perder a esos funcionarios mucho de su legitimidad a los ojos de éstos. Pero, sobre todo, las peculiaridades de la movilización militar de la población urbana pusieron a disposición del sector criollo de la elite colonial una fuerza armada pagada con los recursos del fisco regio y localmente demasiado poderosa para pensar en desmovilizarla. Apenas la crisis de la metrópoli distanció a ese sector del que estaba decidido a defender a todo trance el lazo colonial, puso en sus manos una decisiva arma de triunfo. Tal como lamentaba más de un funcionario regio, el tesoro virreinal no podía enviar socorros a la España resistente porque se desangraba sosteniendo una fuerza armada que era ya la de una facción con cuya lealtad no podía contar en absoluto.

-Al poderío militar se suma el económico...

-Como suele ocurrir en el trabajo del historiador, al elegir una respuesta uno elige, ya sin saberlo, las nuevas preguntas que ella va a suscitar. En mi caso, me llevó a vincular esa peculiaridad del proceso porteño con la implantación, al crearse el Virreinato, de un gran centro militar, administrativo, judicial, eclesiástico y mercantil que cada año inyectaba un millón y medio de pesos del tesoro regio en las escasamente pobladas llanuras de la región pampeana y el litoral. Allí, las exportaciones pocas veces superaban el millón por año, lo que permite entender mejor el papel central que el control de esos recursos tuvo en el conflicto que alcanzó su punto resolutivo en aquellos días de mayo.

-La participación popular en los sucesos de Mayo ha sido largamente discutida. En un extremo se sostiene que fue una revolución patricia sin contenido democrático. Otros analizan formas de movilización y participación política existentes en la época. ¿Cuál es su postura al respecto?

-Esas conclusiones dependen tanto de los aspectos de esos sucesos que interesaron al historiador como de los supuestos que éste llevó a su examen. Entre los que ven en ellos una revolución patricia sin contenido democrático hubo quienes, como Roberto Marfany, reconocieron en esos sucesos la obra de un ejército alineado tras de sus mandos naturales, cuya misión histórica seguía siendo en el presente guiar los avances de la nación surgida de su acción en esas jornadas, pero hubo también quienes consideraban que la entonces conocida como Gran Revolución Socialista de Octubre marcaba el destino hacia el que se encaminaba la entera historia universal, y comenzaban a dudar de que –como antes había creído firmemente Aníbal Ponce– la de Mayo hubiera puesto a la Argentina en camino hacia esa meta. Por mi parte, confieso que me interesé menos en esos planteos que llegaban a la misma conclusión partiendo de premisas opuestas que en las peculiaridades más específicas de la movilización política que acompañó a esos sucesos.

-En relación con los protagonistas de los días de Mayo, como Cornelio Saavedra, Juan José Castelli, Juan José Paso, Manuel Belgrano, Mariano Moreno, ¿cree que la Historia ha sido injusta con alguno de ellos?

-Confieso que no ambicioné constituirme en el oráculo por cuya boca la Historia (con mayúscula) hiciera adecuada justicia a cada una de esas figuras, sino entender un poco mejor el proceso en que todos ellos habían participado. Esto hace que, frente a Cornelio Saavedra, me interese menos en coincidir o no con su futuro adversario y víctima Manuel Belgrano, quien en esas jornadas desplegó una deslumbrante destreza táctica sin la cual no se hubiera alcanzado el desenlace positivo que efectivamente vino a coronarlas, que en adquirir una imagen más precisa de lo que hizo que, apenas el coronel Saavedra informara al virrey Cisneros que no estaba en condiciones de garantizar que las tropas bajo su mando podrían contener con éxito a la muchedumbre que, como preveía, se preparaba a protestar contra la composición de la Junta designada el 22 de mayo, éste se apresurara a renunciar al cargo de Presidente. Y esto hace que frente a la figura de Moreno me interesase más en explorar las razones que hicieron de su actuación en esos días el punto de llegada de una trayectoria que hasta poco antes no era claro que se orientara en esa dirección, y en lo que esa trayectoria individual pudiera sugerir acerca de las ambigüedades del proceso colectivo del que fue parte, que en averiguar si esa actuación contribuye o no a asegurar para Moreno un lugar eminente en el cuadro de honor de los héroes de esas jornadas.

-Yendo al escenario actual, ¿cómo evalúa los avances de la investigación histórica en la Argentina?

-Creo que lo que hemos vivido desde hace ya décadas en la Argentina es la plena profesionalización de la tarea de investigación histórica en un marco institucional creado a partir de 1955. Este marco fue consolidado con propósitos muy distintos por los regímenes militares de 1966-73 y de 1976-83 y devuelto a su propósito primero a partir de esa última fecha, en una tarea en la que tuvieron un papel central no sólo el Departamento de Historia de la UBA, que en rigor retomaba un proyecto interrumpido en 1966, sino también los de universidades del interior que la encaraban por primera vez. Todo eso se reflejó en un mayor rigor en las exigencias metodológicas y un mayor dominio de la problemática en los distintos campos temáticos, apoyada en una relación cada vez menos distante con los avances del trabajo histórico fuera de la Argentina. Esto ha permitido a algunos de nuestros historiadores participar de modo muy creativo en el esfuerzo para buscar enfoques y criterios de análisis adecuados para abordar las preguntas que, acerca del pasado, les propone un tiempo presente marcado por trasformaciones muy profundas en un marco de extrema incertidumbre.

-¿Y cuál es la situación de la historiografía argentina en el escenario global?

-La historiografía argentina ha alcanzado al abrirse el siglo XXI el objetivo fijado para ella por la Nueva Escuela Histórica. Quienes la sirven son integrantes de una comunidad de estudiosos que tanto en el viejo como en los nuevos mundos tienen a su cargo fijar el rumbo de nuestra disciplina. Pero eso, que no podría ser más positivo, la obliga a confrontar los problemas que los avances de la profesionalización plantean aquí como en todas partes. Esa profesionalización impulsa la expansión constante de un aparato institucional cada vez más complejo, que incluye, en nuestro caso, a las universidades que ofrecen el ámbito primario para el trabajo de los historiadores, desde el Conicet y la Agencia de Promoción Científica hasta las fundaciones e instituciones internacionales de las que provienen los recursos que sostienen los nexos de esa comunidad más amplia.

-¿Cuáles son los problemas de los avances de la profesionalización?

-En todas esas instituciones, en mayor o menor medida, se hacen sentir los efectos de la ley de hierro de la oligarquía, anticipada por Robert Michels en su análisis de los partidos socialdemócratas de comienzos de siglo XX que, llevada al límite, hace que quienes controlan esas instituciones las usen en su favor más que en provecho de los servidos por ellas. Así se refleja, por ejemplo, en el porcentaje creciente de puntajes asignados tanto por el Conicet, como, muy frecuentemente, por las universidades que reconocen los puntajes obtenidos en tareas de gestion, en detrimento de los de investigación y enseñanza. De este modo se agrava en sus consecuencias cuando, en esta etapa, teóricamente gobernada por criterios meritocráticos, siguen gravitando otros decididamente particularistas que intentan adquirir una espuria objetividad expresándose en cifras numéricas. Pero aun cuando ello no ocurre, la obligación de probar cada año que lo investigado en ese período ha fructificado en presentaciones, simposios y artículos aceptados en publicaciones con referato lleva a menudo a renunciar a proyectos de mayor aliento o en el mejor de los casos significa un serio obstáculo para los esfuerzos por llevarlos a término. Cuando se recuerda todo eso, es a la vez sorprendente y reconfortante descubrir que en cada promoción de estudiantes hay siempre más de uno (o una) que une a su agudeza de mente y rica imaginación histórica la seguridad de que no puede escapar a su destino de hacer historia, y es ésa la mejor razón para esperar que el futuro depare cosas buenas para la historiografía argentina.

-Usted se ha mostrado crítico con respecto a ciertas versiones "neorrevisionistas" de divulgación histórica. ¿Cree que estas lecturas pueden ser un primer paso que luego derive en lecturas más consistentes de la historia o las considera poco útiles?

-Desde luego puede ser lo segundo; antes de que ganara popularidad ese género era usual que el interés por el pasado se despertara en la primera adolescencia a partir de la lectura de una novela histórica de Alejandro Dumas o de Walter Scott, y sólo quienes, aunque no lo sabían, llevaban ya dentro de sí ese interés sentían la necesidad de pasar luego a esas "lecturas más consistentes". Mi problema más serio con el neorrevisionismo no es ése, sino que para hacer más comprensible el pasado lo identifique con el presente. Para poner un ejemplo: con ese método podría presentarse a Cornelio Saavedra como la dirigente jujeña Milagro Sala de las jornadas de mayo. O, habida cuenta de la prodigiosa destreza táctica que le ganó la admiración de Belgrano, podríamos verlo como el precursor, en esas jornadas, de Juan Domingo Perón. O quizá algún retrospectivo militante de la facción morenista podría equiparar su papel con el desempeñado el 4 de junio de 1943 por el general Pedro Pablo Ramírez, ministro de guerra del presidente Castillo. En la reunión de gabinete convocada por Castillo para organizar la resistencia a la revolución que había estallado ese día Ramírez pidió la venia para retirarse invocando su carácter de jefe de esa revolución. Produjo efectos parecidos a los que la advertencia de Saavedra tuvo sobre el virrey: Castillo abandonó toda idea de resistencia tras una breve excursión fluvial en un guardacostas de nuestra Marina de Guerra. Para entonces, ya reemplazado en el cargo por Ramírez, tal como el virrey lo había sido en Mayo de 1810 por Saavedra, se volvió a su casa, igual que sus ministros.

-¿Pueden ser comparaciones con una función didáctica?

Es verdad que comparaciones como éstas pueden ofrecer una primera aproximación a un personaje del pasado que, en otros aspectos no menos importantes, no tenía nada en común ni con Sala, ni con Perón, ni con Ramírez, pero ocurre que ese neorrevisionismo no se limita a usarlas con esa intención pedagógica, sino que proclama descubrir en un supuesto pasado –que es sólo una alegoría del presente– lecciones válidas para ese mismo presente, ignorando que para que la historia del pasado pueda ofrecer esas lecciones necesita ser de veras historia del pasado, mientras que lo que se confecciona de esa manera no lo es en absoluto.