Saturday, August 21, 2010

Revista Ñ-Clarín, 21 de agosto de 2010
Carlo Ginzburg: "Yo no escribo verdad entre comillas"
¿Son posibles las historias nacionales en una era global? ¿Cómo se relaciona la novela con lo real? ¿Afectan los medios de comunicación la tarea del historiador? En este diálogo, las opiniones del autor de "El hilo y las huellas", recién publicado.
Por: Héctor Pavón
LA REUNION DE LAS BRUJAS. (1607), de Frans Francken, el Joven. "La historiografía no debe domesticar la realidad, debe ayudarnos a reencontrar el shock", dice Guinszburg.

Es domingo al mediodía en Bologna; amanece en Buenos Aires... Carlo Ginzburg, el historiador italiano sinónimo de microhistoria, escucha y rescatista de voces subalternas, investigador de brujas, chamanes, molineros, cuenta por teléfono que todavía espera vivir su mejor época. Ginzburg es un viejo conocido de algunas aulas de la universidad de Buenos Aires. En la carrera de historia fue difundido por José Emilio Burucúa y en Ciencias Sociales por Aníbal Ford.

Aquí se acaba de publicar El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio (FCE), libro al cual se refiere en esta charla. Se trata de un texto donde circulan inquisidores, caníbales, seres olvidados por la Historia; también habla a través de Montaigne, Voltaire, Stendhal, Auerbach, Kracauer. La historia y sus versiones reales, falsas y ficticias lo mantienen en vilo. "Los historiadores (y, de un modo distinto, los poetas) hacen por oficio algo propio de la vida de todos: desenredar el entramado de lo verdadero, lo falso y lo ficticio que es la urdimbre de nuestro estar en el mundo", escribió. De todo ello habla en esta entrevista.

-En su libro, usted se refiere al "descubrimiento" del Medioevo, de los chamanes, por ejemplo. ¿Usa esa palabra en sentido irónico?

-Se mezclan. En el descubrimiento hay un fuerte elemento de construcción intelectual; no sale de la nada. Trato de reconstruir el horizonte cultural en el cual se produce este descubrimiento. En ese sentido, no hablaría de uso irónico del término. Sin embargo, no es que los chamanes están ahí y los europeos los descubren; es un camino muy dificultoso, tortuoso y los preconceptos, las expectativas, las ideologías, los deseos, los miedos de quien descubre entran a formar parte del descubrimiento.

-Hay un pasaje muy curioso sobre la trascendencia del tabaco en el momento de la Conquista española. ¿Qué nos está diciendo ese detalle histórico?

-Me divertí mucho cuando encontré esa cita. La descripción del gesto de fumar el tabaco parece algo extrañísimo y también desagradable. Y probablemente en mi reacción también entró el sentimiento del ex fumador que soy. Me fascina la idea de poder tomar distancia de lo que nos parece cotidiano, normal, de lo que damos por descontado. Creo que el deber del historiador es justamente crear esa distancia y también un estupor; reencontrar el estupor de algo que se introdujo en la vida de todos los días. Creo que vale para la historiografía en general. Es decir, la historiografía no debe domesticar la realidad, debe, en todo caso, ayudarnos a reencontrar el shock con respecto a la realidad, a lo que tiene de espantoso y también simplemente de rutinario. O sea, recuperar la frescura de la impresión.

-¿Por qué cuando se habla de realidad o verdad muchos optan por escribir estas palabras entre comillas?

-Yo no las escribo entre comillas. Ese es el gesto de la academia norteamericana. Una vez, en Yale, dije que usaba la palabra verdad sin quotation marks. Entonces, el público se echó a reír. A mí me parecía obvio, en el sentido de que no es que yo proponga una versión ingenua de verdad. No lo creo en absoluto. Me peleo por las fuentes contra los positivistas ingenuos y los escépticos. Me parece que el escéptico es un ingenuo o falso ingenuo. Pero la realidad existe y la realidad de la muerte existe también para quienes la niegan.

-¿Qué papel le otorga a la televisión en la construcción de la verdad?

-Le confieso una cosa: yo detesto la televisión y nunca tuve un televisor. Creo que es un instrumento potentísimo y que contribuye a construir verdad, falsedad, una mezcla de ambas, no hay duda. Como también lo hicieron el cine, las novelas, los libros y lo siguen haciendo. Pero no creo que se pueda aislar el rol de la televisión. Creo que sí, que es un instrumento muy potente, que tiene una facultad hipnótica muy fuerte. Después habría que discutir caso por caso. Yo, incluso por el país en que vivo, veo, sobre todo, los riesgos políticos de la televisión y con mayor razón, del monopolio televisivo.

-¿Entre los historiadores, es común llegar a un consenso para acordar una idea, un concepto?

-Los historiadores realizan su trabajo de una manera similar a cualquier científico. Yo vacilo, no hablo de la historia como ciencia. Pero, ¿cómo se llegó al consenso de que la Tierra es redonda y no plana? Es posible que haya alguien, alguna secta, que sostenga que la Tierra es plana; es una negación de ese consenso; ahora, yo creo que ese consenso no se logró con la fuerza y podemos hablar de consenso aunque haya algunas minorías desdeñables del punto de vista cualitativo y también cuantitativo respecto de esa idea que sostienen que la Tierra es plana. Naturalmente hay otro montón de cosas en que el consenso es mucho más difícil de alcanzar. Y lo mismo pasa con la historia. Pero si alguien sostiene que Napoleón no existió, entra a formar parte de una minoría y el problema entonces es quién tiene la prueba.

-Allí, el documento adquiere una importancia clave.

-Si no tuviéramos huellas de que un individuo llamado Napoleón existió, Napoleón sería un puro nombre. Hay documentos, en el caso de Napoleón, pero también en el caso de infinidad de eventos, fenómenos. No es que nosotros vayamos a controlar los documentos para probarlo. Si alguien me dice: pero el Imperio Romano nunca existió, yo no le digo, andá a controlar los documentos. Pero naturalmente la posibilidad de control existe. En otros casos no, por ejemplo, en el caso de la hipótesis de que la Tierra es plana, no existe.

-Usted cita a Jean Chapelain que analiza la novela medieval "Lancelot". ¿Cuándo la novela se convierte en un instrumento de trabajo del historiador?

-Ese testimonio de Chapelain es particularmente interesante. En un sentido, es el más antiguo, aunque yo cito a muchos anticuarios franceses que usaron novelas medievales para documentar determinados usos jurídicos. Pero la primera discusión analítica, hasta donde yo sé, sobre la posibilidad de usar las novelas históricas es ésa: París 1646. Para mí no es un problema de encontrar la primera, se trata de comprender cómo eso fue posible, que es lo que trato de hacer en mi ensayo. Y también tratar de entender por qué este tema nos toca tan de cerca hoy. Yo polemizo contra quienes sostienen que no existe la posibilidad de distinguir entre verdad y ficción, pero yo digo que hay entrelazamientos: la verdad aprende de la ficción, la historia de la novela, la novela de la historia. Ese entrelazamiento es lo que a mí me importa construir.

-¿El estudiante de historia debe leer novelas? ¿Lo recomienda?

-Hace unos 30 años mi amigo Adriano Sofri, me dijo a quemarropa: "¿Pero vos, qué pensás estudiar?" "Quiero estudiar la Historia", le dije. "Leé muchas novelas", me aconsejó. Y diría que en la actualidad sería más cauto, no porque no crea que las novelas sean útiles. Sigo pensándolo, pero no quiero enrolarme en el ejército de quienes piensan que entre historia y novela no hay ninguna distinción rigurosa. Yo creo que hay algo muy importante que se llama imaginación moral que es algo que nos permite ponernos provisoriamente en el lugar de otra persona. Viva o muerta. De manera muy imperfecta. No se trata de empatía. Intentemos hacer un esfuerzo y veamos qué pasa. Entonces, las novelas nos familiarizan, nos obligan a ese ejercicio continuamente. Si leemos a Stendhal nos encontramos en el lugar de Fabrizio del Dongo o de la Sanseverina, ¿por qué no? Es un esfuerzo por huir de la prisión del propio yo que hacemos provisoriamente para luego volver.

-¿Existe todavía la idea de una historia nacional? ¿Es posible trabajar este género hoy?

-Es posible, pero creo que tiene que haber un elemento de comparación si no explícito, implícito. La globalización ha hecho que esto sea urgente. No es pensable escribir una historia de Italia, o de la Argentina, como si fueran países aislados del resto del mundo, del contexto. Sería absurdo. Un elemento de comparación puede ser explícito o implícito, pero debe estar presente necesariamente.

-En "El queso y los gusanos", usted reconstruye la cosmogonía de Menocchio, un molinero juzgado por la Inquisición en 1583 y 1599 capaz de elaborar nuevas teorías sobre la Creación. ¿Cómo encontró esa historia?

-Por casualidad, aunque una casualidad guiada por una clasificación sistemática. Yo estaba en Udine en los primeros años de los sesenta y estaba trabajando en mi primer libro: I benandanti. Entonces, yo tenía un índice manuscrito de los procesos de la Inquisición friulana y encontré dos notas sobre dos procesos contra ese campesino que creía que el mundo nacía de la materia putrefacta y recuerdo que tomé un apunte. Y recién siete años más tarde empecé a elaborarlo. Recordaba que existía ese caso y finalmente leí esos procesos y escribí el libro.

-En "El juez y el historiador" analizó el caso de Adriano Sofri, encarcelado por terrorismo cuando muchos clamaban su inocencia. ¿Cuál fue la función de ese libro, en ese momento y hoy, 17 años después?

-Fue muy leído, discutido, traducido a muchos idiomas pero desde el punto de vista práctico no tuvo ningún efecto, para mi dolor, porque era un libro que nacía justamente de una postura práctica. Es un libro que fue leído de una manera impredecible y también las traducciones. Incluso como un libro no ligado a un caso político específico italiano, sino que tiene elementos de generalización, quizá también relacionado con ese entrecruzamiento entre análisis y documento, prospectiva metodológica. Algo que hizo posible una lectura inesperada de este libro en Europa fue la apertura de los archivos vinculada a la caída de los regímenes socialistas. El uso de los archivos judiciales no sólo a los fines de investigación sino de arma política, chantaje, todo tipo de cosas, provocó que los historiadores fueran inducidos a reflexionar, incluso, sobre la relación entre juez e historiador que yo proponía en el título. Mi libro fue utilizado en esas discusiones.

-¿Cómo cambió el papel del historiador con la participación en los medios de comunicación?

-Es un poco difícil responder. Creo que desde siempre ha habido un lugar para la divulgación histórica y que puede darse de muchas formas. El problema es distinguir entre la divulgación buena y la mala. En general, hay un retraso entre la investigación más nueva y la divulgación. Es un retraso normal. Son dos procesos distintos y también dos públicos distintos. Es algo que va contra una costumbre corriente, y al decirlo me remito a una observación de Marc Bloch: la presentación de una investigación junto con los resultados puede interesar incluso a las personas que son ajenas a los trabajos, siempre que sea hecha de una manera no paternalista y no arrogante, siempre y cuando involucre el mecanismo de la búsqueda de la verdad sin comillas.

-¿Qué importancia tiene para usted el futuro, cómo se imagina a sí mismo, a su país? ¿Cree que la gente piensa en el futuro?

-Mire, mis expectativas de futuro están limitadas por mi edad. El individuo desaparece pero las generaciones se suceden, lo nuevo es la fragilidad del planeta. Que no se mide en términos de años, o de décadas, y esperemos que sí de siglos. Pero ese dato entra en la percepción de esa fragilidad. Eso es algo importante, ése es un hecho nuevo. Hace poco leía escritos de alguien a quien estuve muy ligado, un político e historiador italiano que era Vittorio Foa y decía, sobre todo en la última etapa de su vida (falleció en 2008 a los 98 años), que había que encontrar el futuro en el presente. Un discurso de político. Pero tiene algo de verdad, debemos comprender lo nuevo que toma forma y eso ya es algo que se vuelca al futuro. ¿No?

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