La Nación
Enfoques
Medio Oriente
Palestina: documentos contra el olvido
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Unos 750.000 palestinos que vivían en lo que hoy es territorio israelí fueron empujados en 1948 a un exilio que, creyeron, sería sólo temporario. Más de medio siglo después, muchos de ellos aún conservan los títulos de propiedad, otorgados por la corona británica, de las que fueron sus tierras, un legado que atesoran y pasan de generación en generación porque son testimonio de su pasado y de su identidad
CAMPO DE AL SHATI, GAZA .- Hace más de medio siglo que malviven, como almacenados, en esas gigantescas villas miseria cuyo nombre -"campo de refugiados"- desmiente la falsa idea de situación "provisional" con que vienen soportando su penoso destino desde hace décadas y décadas.
Y, al igual que los nietos que ya llegaron y en buen número, ellos saben distinguir el ruido de un avión o de un tanque israelí mucho antes de poder verlo. Y, apenas eso ocurre, cumplir el rito del superviviente, que lleva a abandonar, en el acto, aquello que estén haciendo para huir. Para fundirse entre el laberinto de callejuelas angostas en busca de un refugio que no existe. Ocurre a menudo. La última vez fue hace pocos días.
Pero, en el momento de escapar del miedo, si algo distingue a los palestinos más viejos es que ellos suelen correr con algo precioso bajo el brazo: la lata -de marca ya gastada por el tiempo- en la que guardan la escritura de propiedad de la tierra que fue suya o de su familia. Y que hoy forma parte del Estado de Israel.
"Son un tesoro, son documentos sin precio. Son nuestra alma, nuestro sentido. La prueba testimonial de que la tierra era nuestra y de que nos la quitaron sin que a nadie le importara", dice Abdulla Mohmad Mikdad.
En 1948, cuando Mikdad tenía doce años, abandonó con su familia la granja paterna en la localidad de Hamama, para "huir del avance de las tropas israelíes". Como una cebolla germinada para proteger su "tesoro", este jefe de familia palestino extrae ante LA NACION, capa tras capa, los documentos testimoniales de aquel pasado próspero de lo que hoy es su último envase: una bolsita de plástico.
Manchados de humedad, amarillentos y frágiles por el tiempo, los títulos de propiedad llevan el monograma -y la autoridad que representaba- de la corona británica, que gobernó en esta zona hasta mayo de 1948, en que, con su retirada, se produjo el nacimiento simultáneo del Estado de Israel.
"¿Se da cuenta de que estos papeles tienen escrita la esencia de esta historia?", añade Mikdad, en referencia a las seis décadas de conflicto árabe-israelí por el sueño de una patria en un mismo sitio: Medio Oriente.
Asegura que su vida dio un giro aquella mañana de 1948 en que, poco tiempo después de que se proclamara el Estado de Israel, se subió junto a sus padres y a sus otros tres hermanos en el camión militar con el que empezó un exilio que jamás pensó tan largo. "Creíamos que era sólo por unos días. Nos dijeron que era sólo por unos días y por razones de seguridad", dice Mikdad en la sala de estar de su humilde vivienda en el campo de refugiados. Uno de sus nietos mira desde el vano de la puerta y escucha, una vez más, la historia del pasado que se le escabulló.
A punto de cumplir medio siglo el año que viene, aquel exilio impuesto por la geopolítica empujó fuera de sus casas a 750.000 palestinos que vivían en lo que hoy es Israel. Familias enteras que pasaron a ser exiliados, deportados, refugiados, con una promesa de temporalidad que se fue convirtiendo en permanente.
Y, si bien el relato se recoge en este mísero rincón llamado "Campo de Al Shati", lo mismo podría ocurrir en cualquiera de los otros que hoy existen tanto aquí, en esta aislada Franja de Gaza, como en la vecina Cisjordania. O bien en el Líbano, en Siria y en Jordania. En conjunto, se estima que son más de cuatro millones los palestinos refugiados que descienden de aquellos primeros 750.000 que partieron en el éxodo de hace medio siglo.
Lo que poco se conoce de esta historia y rara vez se muestra son los papeles, aquellas escrituras de propiedad con el sello británico que hablan de la memoria que emprendió ruta con aquel exilio. Es que pocos preguntan por ellas. Y no son escrituras fáciles de encontrar: los refugiados las atesoran en sus modestas viviendas, de modo desorganizado. No se conoce, en esta tierra ocupada por otras urgencias, esfuerzo persistente por sistematizarlas.
"En todos estos años, salvo mis vecinos y mi familia, nadie, nadie preguntó por estos papeles. Nadie del gobierno palestino, nadie de ninguna organización", dice Mikdad, mientras convida la infaltable taza de té a cuyo calor narra la historia que fue suya y de su familia. Lo hace sin otra expectativa que la de ser escuchado. En ningún momento pregunta qué destino se le dará a su testimonio, ni invierte siquiera un segundo en lamentarse.
Tampoco habla de política. "Yo de eso no entiendo ni me gusta", dice. Y sólo cuenta lo que le ocurrió, hace tanto tiempo, fresco como el primer día, sobre la base de esos documentos amarillentos. Ni siquiera menciona la palabra "Nakka", que usan los palestinos para referirse a ese éxodo, al que califican como su peor "tragedia" como pueblo sin país.
Otros vecinos guardan más símbolos de aquel pasado. Y atesoran no sólo las escrituras de propiedad sino también las llaves de las casas que fueron suyas. Y los documentos que perfilaron su identidad -un pasaporte firmado por la autoridad británica, por ejemplo, y también algún visado- hasta que todo eso perdió sentido y pasó a ser papel mojado, cuando llegaron los carnets de color azul que los señala a los ojos del mundo como refugiados.
Gente que habita en campos como el cercano de Yabalia, con tanta población como la de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, sólo que hacinada en un laberinto de cemento, de techos de plástico y de desagües de cloaca siempre escasos, donde los niños pululan entre la basura y, al grito de "sowane, sowane" (para pedir que se les tome una foto), festejan, ruidosamente, la experiencia de estar vivos pese a tener ya los ojos tan llenos de ataques. Y de muerte.
Tierra castigada
Niños por todos lados, niños que rodean, que buscan, que saben y que corren entre los gritos de alerta de quienes ya oyeron el ronroneo de un avión israelí sin piloto en el cielo, que es lo que aquí puede oírse en cualquier momento, silenciándolo todo.
Todo, menos la poca escuela y la escasa infancia de estos niños indomables, que rodean a LA NACION mientras llega a la casa del ex granjero -y hoy vendedor callejero de verduras- llamado Mohamad Alnahal, que muestra la segunda escritura de propiedad a la que se tuvo acceso durante estos días de escalada bélica.
Y es parecida, muy parecida a la primera que exhibió Mikdad, con data -aquélla- de septiembre de 1945, tres años antes, apenas, de perder la tierra. Esta segunda, la de Alnahal, es de 1941, siete años antes de que su tierra se convirtiera en lo que hoy es Israel.
Redactadas en inglés y en árabe, las dos escrituras identifican el predio -su ubicación, el distrito y su nombre-, así como su extensión en "dunums", la unidad de medida que, sin mucha precisión, aludía en la antigüedad a la cantidad de tierra que un hombre podía arar en un día. Y que hoy, con mucho más rigor, equivale a 1000 metros cuadrados.
A sus 83 años, rodeado -cuándo no- de un ejército de nietos y vestido con una chilaba de blanco inmaculado, Alnahal empieza su relato casi del mismo modo que Mikdad. Ambos parten de la misma convicción, aquélla que coincide en afirmar que ninguna de las dos familias creyó jamás que la condición de "refugiado" era para siempre.
"Estábamos seguros de que era una deportación temporaria. Y de que nos dejarían volver", dice Alnahal.
Tanto es así que, junto con la caja de la escritura, el hoy vendedor ambulante abre un segundo paquete lleno de pequeñas hojas amarillentas. "Son los impuestos", dice, al mostrar recibos correspondientes a 19 años de pago, entre 1929 y 1948, que fue el último. La última tasa fiscal data de poco antes de que, el 14 de mayo de 1948, naciera el Estado de Israel.
"Nadie paga impuestos por una casa a la que no va a volver", dice, para confirmar la expectativa de un éxodo "temporal" que albergaba, por entonces, su familia. Apoyada sobre el Mediterráneo, la finca quedaba en las afueras de Ashkelon, la tierra donde se asegura que nació Herodes y donde hoy funciona el balneario más austral de Israel.
Los manuales de historia recuerdan que el plan de Naciones Unidas para la región asignó esa tierra a los moradores árabes palestinos. Pero el conflicto avanzó, las tropas israelíes también y se quedaron con la zona, que fue rápidamente poblada por nuevos colonos. Los antiguos ocupantes fueron trasladados en camiones hasta este territorio, el de Gaza.
"Son pocos kilómetros de distancia, pero nunca más pude volver", dice Alnahal. Cuenta su pasado desde apenas media hora en auto de lo que fue su casa, pero a años luz de regresar a ella con libertad. No puede. No puede salir del pequeño perímetro de este territorio minúsculo, cerrado en estos días a cal y canto por decisión del gobierno israelí.
Los libros de historia cuentan también que los nuevos pobladores de la zona fueron, en su mayoría, supervivientes del horror sin paliativos del Holocausto.
La tierra que fue de Alnahal hoy tiene otro dueño. Con la ayuda de un mapa y algunas indicaciones, LA NACION recorrió la zona en busca de testimonios sobre aquel pasado. "Ha pasado mucho tiempo", fue el testimonio coincidente en un tema que no parece suscitar mucho interés.
El caso de Mikdad fue distinto. Cuenta que sí, que él una vez pudo regresar y verla desde lejos. "En lo que fue la casa de mi familia había un pequeño campo de naranjas. Uno de mis hijos me acercó una. La tuve un rato entre las manos, le arranqué la piel e intenté probar un gajo. Pero no pude tragarlo", recuerda.
Tiene doce hijos y asegura que legará a ellos los papeles que ahora enseña. "Temo que, tal vez, usted no pueda valorar lo profunda que es nuestra relación con estos documentos. Ellos son lo que nosotros hemos sido, hasta que nos empujaron. ¿Comprende?, dice, Mikdad.
Mientras, lo que sí reitera Alnahal es la decisión de no mezclar su historia familiar con nada que huela a política. "Alá sabe lo que cada uno hizo. Alá sabe quién hizo bien y quién no. Soy un hombre de mezquita", dice, la voz suave entre el enjambre de nietos.
En lo que hoy es su casa de refugiado, guarda otra vez las escrituras de lo que fue su casa junto al mar. Las mete primero en la bolsa y luego en la vieja lata. Como a un tesoro.
En un rato será la hora del rezo. El momento en que los hombres se inclinan en las alfombras que apuntan a La Meca. Una enorme onda simultánea que busca respuesta.
La ola que crece. Y que desconcierta a Occidente.
Por Silvia Pisani
Contrastes a un lado y otro de la frontera
CIUDAD DE GAZA .- Es tan chica la Franja de Gaza que cuesta creer que semejante volcán político apenas sea visible en el mapamundi.
Ocupa nada más que 360 kilómetros cuadrados. Lo que significa que podría caber siete veces en lo que es la provincia más chica de la Argentina: Tierra del Fuego.
Sin embargo, su población la supera en más de diez veces. Mientras que en Tierra del Fuego apenas habitan 130.000 personas, en la Franja de Gaza -siete veces más chica- viven 1.500.000. Es uno de los territorios más densamente poblados del mundo.
"Esto es una cárcel. Nos tienen encerrados", suele ser la queja en esta tierra que podría ser un paraíso y donde, sin embargo, lo que se respira es precariedad. Incluso en los tiempos de paz. "Esto es un campo de prisioneros", dicen otros.
El 80 por ciento de lo que se consume aquí viene de Israel. La producción local, fundamentalmente agrícola, se ha visto mermada por las ofensivas militares de los últimos años.
Recostada sobre el Mediterráneo, está separada de Israel por un muro, en el Norte, y por una sucesión de cercas en los 40 kilómetros de su borde oriental. El gobierno israelí controla sus pasos fronterizos y también ejerce vigilancia sobre el mar.
Lo primero que se ve al llegar al paso de Erez, el único habilitado para el cruce de civiles desde Israel, es un enorme zepelín blanco, teledirigido y saturado de cámaras, con el que Tel Aviv ejerce vigilancia.
Lo segundo, es el contraste. De un lado del muro está el Israel próspero y moderno. Del otro, los carros tirados por burros, la basura y la ropa andrajosa.
Según la Autoridad Palestina, casi el 70 por ciento de la población de Gaza vive en campos de refugiados. El sueño de muchos de ellos es irse de allí.
En Israel, son numerosos los intelectuales que exponen a favor de una revisión de lo ocurrido con las tierras palestinas. Una de las voces más activas es la de Amira Hass, una reconocida periodista israelí, hija de supervivientes del Holocausto, que periódicamente reside en Gaza.
En Gaza no hay museo alguno sobre el éxodo de los refugiados palestinos. En Líbano, donde residen cientos de miles, se ha montado uno. Por eso aquellas viejas escrituras, las llaves y los documentos se desperdigan aquí. Y allá.
Monday, July 16, 2007
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