Sunday, November 26, 2006

Notas al Margen
Luis Pasara

La resignación como recurso
La conformidad ha reemplazado a la rebeldía en muchos de aquellos que se embanderaron por una transformación radical de América Latina.
En toda la región, los años sesenta y setenta fueron tiempos de esperanza de cambio. En los que se confió en un futuro no solo diferente sino mejor. Desde derechas e izquierdas se creía que el progreso era posible y que los países de la región -tomando atajos que se imaginaron factibles- acortarían la distancia que los separaban de los países prósperos, dejando atrás miseria y estrechez.
El tiempo demostró que nada de eso era cierto pero entonces pensamos que el cambio estaba al alcance de la mano. Desde la mirada más simple, dejar lo que se consideraba como simple atraso sería un proceso natural de evolución de sociedades tradicionales que, puestas en contacto con las más modernas, adoptarían el paso.
Para cierto sector, la mudanza habría de tener un fuerte componente radical. Recuérdese que la revolución cubana, triunfante en 1959, había dejado una marca importante en la imaginación política latinoamericana. Para estos sectores, que se expandieron en casi toda América Latina, el cambio pasaba por una transformación revolucionaria: una propuesta política radical, de contenido antiimperialista y antiterrateniente. Nacionalizaciones, estatizaciones y expropiaciones debían permitir el establecimiento de un Estado fuerte, responsable de proveer bienes y servicios básicos a una población que había sido objeto de explotación. Sobre esa base surgiría una sociedad distinta.
Al recorrer la región se encontraba con matices que iban desde la democracia cristiana hasta los grupos "fidelistas", sectores estudiantiles y profesionales jóvenes enfervorizados por propuestas de cambio radical. Quienes se hallaban dedicados a la producción intelectual elaboraban interpretaciones de la historia y la realidad nacional y latinoamericana que calzaban con la necesidad de una ruptura histórica como la que se predicaba. Quienes estaban en el terreno del hacer preparaban programas y planes de trabajo que se encaminaban en la dirección de esa fractura.
Se puede mirar tres ejemplos, para ilustrar sucintamente el cuadro. En Chile, Salvador Allende llegó a la presidencia en 1970 -contando apenas con 36.5% del electorado y una elección por el Congreso-, para emprender lo que se proclamó el camino al socialismo por la vía legal. Los 34 meses que su gobierno duró vieron cómo se intentaba, utilizando los llamados "resquicios legales", una transformación drástica.
En Argentina, Juan Domingo Perón fue elegido en 1970 por tercera vez presidente, cargo que ejerció apenas durante nueve meses. En esta ocasión, el ala izquierda del peronismo se había constituido en un factor de poder que creó condiciones tanto para la reelección del general como para orientar su gobierno en una dirección contraria a las que impulsaban otros sectores del propio peronismo. La esquizofrenia política se resolvió, igual que en Chile, con un sangriento golpe militar.
Por esos mismos años, en el Perú, alrededor del régimen de Velasco Alvarado, la ilusión del país distinto fue compartida por quienes apoyaron sus reformas y quienes las combatieron como tímidas, insuficientes o condescendientes con los sectores tradicionalmente dominantes. El impulso del cambio duró políticamente mucho más que en Chile y en Argentina, al cristalizar en una izquierda variopinta que vino a languidecer, en los años noventa, bajo el carisma dictatorial de Alberto Fujimori.
Con la curiosidad de un viajero, cuando tengo ocasión indago por el rumbo adoptado por algunos de aquellos a quienes conocí tres décadas atrás. Acabo de hacerlo en Argentina, tratando de rastrear con prudencia dónde se encuentran hoy las preocupaciones que, en alguna medida y otro tiempo, compartí con esos compañeros de generación.
Como en otros países, las respuestas son diversas. Hay quienes cambiaron de credo para llegar a ocupar un espacio de poder desde el cual -dicen-, impulsar el cambio. Algunos de ellos buscaron lugar en la burocracia internacional. Otros incluso encuentran presentable haber aceptado un cargo público en este gobierno o en el anterior. Son quienes gustan de considerarse a sí mismos como renacidos en el realismo. Lo hagan explícito o no, lucen relativamente satisfechos de "haber aprendido a hacer política" y son ahora profetas de lo factible. Por más que quieran revestir de ambiciosos alcances sus emprendimientos, se trata de cuestiones modestas -y, a veces, intrascendentes- de las que se aferran para mantener una supervivencia política que solo a ellos importa.
Otros dejaron atrás por completo el ámbito de lo político y aunque, en general, conservan cierto interés por los asuntos públicos, se han encerrado profesionalmente en el trabajo privado. Algunos de ellos han sido ganados por el propósito de lucro como orientación vital; otros, no pero se hallan igualmente enfrascados en los logros de su propio desarrollo profesional y los de su entorno familiar. Estos, más que aquellos, gustan recordar otros tiempos, que contemplan ahora como repositorios de anécdotas más bien juveniles, sin dejar que se trasluzca si los echan o no de menos.
Quienes acaso aparezcan como más cercanos a las preocupaciones de antaño son los dedicados al trabajo intelectual; especialmente, quienes han desarrollado en este algunos de los temas que fueron objeto de combates ideológicos en otra época. No obstante, aún en esta trinchera opera el mercado. Y, en ocasiones, abordar este asunto o aquel depende en cierta medida del poderoso incentivo de la financiación disponible para estudiar uno u otro. De modo que se angosta el espacio utilizable por la curiosidad desinteresada.
El cambio de época no puede ser esquivado. Una porción de la elite de una generación latinoamericana creyó que podía transformar el mundo, y esa confianza se demostró ilusoria. El enorme peso de la herencia -y no solo el del poder- pudo más que las buenas, o torpes, intenciones. Y, al final de cuentas, todos hubimos de reconocer en nosotros mismos la fuerza de esa herencia, hasta cierto punto irrenunciable. Contrariamente a lo que cantaba la nueva trova, no era posible inventar un mundo nuevo.
Sin embargo, la explicación provista por un marco social, refractario en mucho al cambio, no llega a cubrir la resignación -a veces, algo cínica- que se constata en muchos integrantes de esa generación. El haber alcanzado cierto reconocimiento personal, el disfrute de una pequeña cuota de poder o las satisfacciones de una vida acomodada resultan muy poco frente a la pérdida del sueño de contribuir a formar una sociedad distinta. Y mejor, claro.

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